Calor
Lo único que tuvimos siempre entre las manos fue el presente, y como cualquier cosa que tenemos y luego perdemos, no sabíamos apreciarlo


Fue en mitad de una ola de calor. Fue en mitad del junio más caluroso de la historia. Yo me arrastraba de la habitación de un piso compartido en Lavapiés, sin aire acondicionado ni ascensor, al metro y del metro al trabajo y del trabajo al metro y del metro al piso compartido en el que el aire era forzado a correr por un ventilador. Era junio hace dos años y me acuerdo porque fue uno de los junios más definitorios de mi vida. No había pandemia entonces pero el futuro era igualmente una criatura de comportamiento imprevisible. Lo único que tuvimos siempre entre las manos fue el presente, y como cualquier cosa que tenemos y luego perdemos, no sabíamos apreciarlo.
En mitad del calor, los magnolios en flor eran como apariciones dolorosas. La vida en medio de ráfagas ardientes. Y mientras el sudor corría entre la tela de la camiseta y la piel de la espalda, yo no sabía que esas enormes flores blancas iban a hincar sus dientes en alguna parte de mi cerebro y dejarme cicatrices.
El junio más caluroso de la historia no me leí ni un solo libro, no escribí ni una sola palabra y mi diario atestigua que tampoco tuve ninguna auténtica revelación. Como suele suceder con las cosas importantes, en el momento en el que todo se da la vuelta y se rompe o echa a andar sientes que algo valioso está ocurriendo pero estás demasiado ocupada tratando de vivirlo para luego poder diseccionarlo. Yo estaba demasiado ocupada yendo al Retiro por las tardes y al Prado en la franja gratuita para poder sentir el frío artificial del aire acondicionado mientras, catatónica y ebria de calor, pasaba los ojos por las grandes obras maestras de este y otros tiempos y me detenía en detalles nimios como las uñas de alguna bestia o el dorado de los marcos.
Aquel junio rejuvenecí cuatro años. Dormía poco, dormía poquísimo. No dormía más de cinco horas al día y a la mañana siguiente me despertaba impaciente y creía que el mundo se iba a acabar y si no se acababa yo lo destruiría. Por las tardes tomaba cañas en el centenario café Barbieri, que estaba a dos pasos del piso sin ascensor, y me dejaba triturar por su decadencia grabada en cada una de sus mesas de mármol. Por las noches me quedaba hasta tarde asomada al balcón y Madrid me parecía una ciudad que se asfixiaba a las dos de la tarde y a la que le ponían oxígeno a las dos de la mañana.
El piso, por cierto, fue vendido a un fondo buitre. De hecho, todo el edificio. El café Barbieri cerró hace unas semanas después de haber estado abierto desde 1902. No ha resistido la pandemia. Pero yo sigo recordando que un día me miré en los espejos del café y no reconocí mi cara y luego sentí que quería seguir siendo esa persona el resto de mi vida. Madrid me parecía el fin y también el comienzo. Resultó ser ambas cosas.
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