Fiesta, siesta y miseria
Ahora que los ‘guiris’ no vienen de vacaciones quizá deberíamos repensar el país que tenemos
Los recuerdo rojos como las gambas a la plancha cuyas cabezas chuperreteaban con verdadera ansia a la luz de los farolillos de alguna terraza. Cubiertos de brisa y despeinados, el pelo seco sequísimo por culpa del sol y el mar y el agua con cloro de las piscinas de sus urbanizaciones con nombres como “Golf Resort” o “Euromarina” o “Sol y playa”. Sobre la mesa, una jarra de sangría que suda relente y en la que flotan hielos gigantes y gordas rodajas de naranja. Los recuerdo ruidosos gritando cualquier cosa en inglés mientras en las mesas de al lado otros como ellos ríen y gritan cualquier otra cosa en inglés. Jamás vinieron para hablar en castellano y por eso en los pueblos de playa casi todos los menús están en dos, tres, cuatro idiomas y todos los camareros podrían trabajar en la ONU.
Jamás vinieron para hablar en castellano y por eso en los pueblos de playa casi todos los menús están en dos, tres, cuatro idiomas y todos los camareros podrían trabajar en la ONU.
También recuerdo que en aquella parte del pueblo no solíamos salir porque “solo había ‘guiris’” y los ‘guiris’ nunca nos parecieron lo bastante interesantes. Los veíamos aburridos y adolescentes, ellas con las rayas blancas de la marca del bikini resaltando sobre la piel quemada, ellos con cara de ni siquiera me gusta la playa, y nos daba apuro siquiera mirarlos. Los veíamos planchados sobre las tumbonas azules bajo sombrillas de hojas de palmera que imitaban Bali mientras nosotros nos apelotonábamos todos juntos bajo una sombrilla de plástico que regalaban en la apertura de algún supermercado y jugábamos con las palas de promoción de algún ron que mi padre había traído del bar. Ellos no se bajaban con la nevera azul llena de trozos de sandía en un tupper porque iban al chiringuito a comprar helados y cañas y se volvían bajo sus sombrillas de palmera que estoy segura que pensaban que eran tradicionales y típicas, pero los de por aquí sabíamos que las habían puesto solo para ellos. Como esas tiendas de souvenirs con figuritas de toros fabricadas en China, todo en su experiencia veraniega española tenía que ver con la experiencia que les habíamos creado. Ellos aportaban las chanclas con los calcetines y nosotros las paellas mixtas. Ellos venían y nosotros cambiábamos el desayuno de churros y café por el english breakfast de bacon y alubias que a partir de junio empezaban a servir todas las cafeterías.
El tema es que no vienen y nuestra economía se va a pique porque la hemos construido para que vengan
El tema es que ya no vienen. Ni el año pasado ni este porque el año pasado nadie iba a ninguna parte y este año su Gobierno ha decidido que en España tenemos el virus tomando el sol en cada una de las playas. El tema es que no vienen y nuestra economía se va a pique porque la hemos construido para que vengan. Para que se tomen la sangría y la paella mixta congelada y las cervezas de los chiringuitos en los que pagan una miseria aunque hables todos los idiomas del norte de Europa. Pero ahora que no vienen, quizá deberíamos repensar el país que tenemos. Pensar en los pueblos de playa en los que solo se trabaja si ellos vienen a descansar. Ver de una vez que ese sistema creado hace más de cincuenta años de fiesta y siesta, solo para algunos, deja a los otros escaldados.
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