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Fin de siglo en el Barbieri

Los espejos casi centenarios del café Barbieri retrataron sobre su implacable azogue las siluetas furtivas o confiadas, alegres o meditabundas de muchos y muy diversos personajes de la crónica. madrileña. Retratos fugaces que Trini Pérez hubiera con gusto revelado e iluminado en su estudio de la plaza del Progreso para mostrárselos a las generaciones venideras.Trini es fotógrafa, una de las primeras fotógrafas profesionales de España, pero sus retratos son ahora verbales y su estudio está instalado en un rincón del Café, junto a la escalera, y se reduce a una mesa encristalada que guarda revistas de flamenco, de jazz o de ecología y dos vitrinas, en una se exhibe la bandeja grabada que le ofrecieron como homenaje por su colaboración anual en la organización de un rally fotográfico y un solitario ejemplar de Las apariencias no engañan, novela negra de Juan Madrid; en la otra guarda Trini el tabaco que vende a los clientes de la casa y recuerdos personales, fotografías reveladas e iluminadas a la acuarela por ella misma en el estudio familiar, que muestran a una Trini de rompe y rasga, jovencísima fotógrafa en la década de los treinta.

Trini nació y vive en los altos del Café, calle del Ave María, esquina con la de la Primavera, junto a la plaza de Lavapiés, donde ya no quedan ni manolos ni castañeras, pero que, pese a su desangelada traza, conserva un ambiente castizo y festivo que animan los fieles de las nuevas tendencias teatrales que acuden .a la sala Olimpia.

La calle del Ave María toma su nombre de las jaculatorias que el beato madrileño Simón de Rojas profiriese cuando por fin logró convencer al cristianísimo Felipe II para que derribara los fonduchos y casas de lenocinio que allí se levantaban. El beato Simón, que era un pelma y un ce nizo como todos los reformadores morales, quiso asistir en directo al triunfo de la salubridad y de la decencia pública y allí en sartó un ¡Ave María Purísima! detrás de otro, dicen, cuando aparecieron entre los escombros restos humanos de adultos y de niños, pecadores pasaportados al infierno de una cuchillada en una noche de farra o inocentes frutos del pecado venéreo.

Los cronistas madrileños siempre se caracterizaron por su desbordada imaginación y su secular desdén hacia el rigor histórico, y las calles del Avapiés, o de Lavapiés, que de ambas formas puede y debe decirse, abundan en truculentas y apócrifas leyendas sobre su denominación de origen.

Este barrio esencial del casticismo siempre ha triunfado sobre los reformadores pelmas de antaño y sobre los azotes municipales de hogaño, para seguir con su animada vida social y sus costumbres nocturnas y licenciosas. Aunque el ambiente del café Barbieri de hoy, con su parroquia vespertina de estudiantes y guiris y sus tertulias de ecologistas, abogados y cinéfilos, casi parezca: monacal en comparación con aquellos tiempos, legítimos tiempos del cuplé, cuando La Chelito y sus alegres compañeras de oficio cenaban en lo que entonces era más restaurante que café, un fondeadero que pillaba muy cerca del teatro de variedades donde exhibían sus artes y sus cuerpos. Trini, que compagina con su tarea comercial la de cronista y cicerone honorífica, afirma que por aquí venían "de tapadillo", se supone que para saciar más apetitos que los culinarios, Alfonso XIII, rey golfo, y sus colegas el dictador Miguel Primo de Rivera y el político conservador Antonio Maura. También venían Jacinto Benavente y hasta Antonio Machado, al que es difícil imaginar de picos pardos.

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Clíentela

Ahora, la que viene de vez en cuando es la ministra Matilde Fernández, y, por supuesto, gentes de la farándula y de la cosa cultural y artística, como la veteranísima y pizpireta Aurora Redondo, que es la admiración de Trini, entre otras cosas, por los zapatos de altísimo tacón que sigue luciendo con garbo.

El Café fue recuperado hace unos años por un equipo joven que volvió a poner las cosas en su sitio, techos que habían sido cubiertos reaparecieron y con ellos espejos y muebles arrumbados en el sótano, sacrificados a la modernidad. Si no fuera por el neón rosa del chaflán que lo desmiente, entrar en el Barbieri sería sumergirse en el túnel del tiempo, pues hasta los inevitables anacronismos quedan tamizados en la atmósfera difusa de un establecimiento que cumplirá su centenario al inicio de la próxima década

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