‘Manolinis’, los nuevos raviolis de callos a la madrileña
El restaurante Manolo, un clásico del barrio de Argüelles, ofrece un sabroso plato basado en la receta tradicional de su fundadora
Hay bares con la historia escrita en sus paredes. En el restaurante Manolo (Princesa, 83) es literal. En una de sus esquinas se puede leer con la letra del poeta Luis Rosales: “Al restaurante Manolo, en donde tantas veces vine con Pablo Neruda y Federico García Lorca, le debo muchas alegrías”. Ha pasado medio siglo desde que Rosales inmortalizara su recuerdo en forma de palabras —aunque con ellos aquí acudiera cuando todavía era Casa Aja—, pero hay cosas que no han cambiado desde que Manolo y Pepita abrieron Casa Manolo en 1934. Sus exquisitos callos a la madrileña son una de ellas.
“La receta de mi abuela permanece intacta”, asegura José Ramón Rodríguez, nieto de los fundadores. “Siempre hemos utilizado las mismas proporciones de toallita, morro, pata, pimentón de la vera, chorizo gallego y morcilla asturiana. E incluso algunos proveedores han pasado el negocio de padres a hijos, como nosotros”, explica. “Otros platos como el fricasé sí evolucionó al ritmo que aumentaba el nivel de vida de los españoles y pasó de ser un guiso de patatas con carne a un guiso de carne con patatas. Pero los callos, no”, afirma. Es una de sus especialidades. Sirven 25 kilos a la semana (antes de la pandemia triplicaban la cifra) y los clientes los piden como tapa a 3,50 euros, en raciones y, desde hace poco, transformados en deliciosos raviolis bajo el nombre de manolinis a 15,50 euros.
La novedad. Borja Merino es el último cocinero que ha entrado a formar parte del restaurante y el culpable de este plato reinventado. Ha trabajado junto a Abraham García o Sergio Mayor y, entusiasmado con el recetario tradicional de Casa Manolo, tras dominar la preparación de los callos del mismo modo que los hacía la abuela Pepita, se puso a experimentar. Los troceó, elaboró pasta de manera artesanal, rellenó los raviolis con el guiso y los coció a fuego lento con la salsa de los callos rebajada con nata.
Así surgieron los manolinis, unos raviolis con la esencia de la cocina madrileña que hace a diario y se lleva grandes alabanzas. “Gustan mucho a los que nunca antes habían probado los callos porque les daba reparo y a los que ya eran amantes. Tenemos una clientela de toda la vida. Con esto queríamos hacer llegar una receta tradicional a los jóvenes y lo estamos logrando”, dice Manuel Rodríguez, cuarta generación al frente del negocio. “Si todo va bien, conmigo el restaurante cumplirá 100 años en el 2034 y hay que estar preparado. No nos podemos estancar, ni vivir de las rentas de lo generado hasta ahora. Queremos que siga siendo viable un negocio de principios del siglo XX en mitad del siglo XXI y por eso hacemos estos nuevos guiños”, explica. Pero en su carta siguen triunfando los riñones, las mollejas, el rabo de toro, el cocido madrileño o el fricasé de ternera.
Detalles con historia. Casa Manolo no siempre estuvo aquí. Primero abrió en la glorieta de Embajadores. Durante la Guerra Civil cayó un obús en la finca donde se hallaba, el edificio se declaró en ruinas y sus fundadores, Manolo y Pepita, se trasladaron a la actual ubicación en 1942. “Este barrio también había quedado destrozado porque estaba junto al frente”, cuenta José Ramón. “La cárcel Modelo estaba al lado y esto parecía no tener ningún futuro, pero con la Universidad cogió un auge brutal”, añade. Desde entonces, es un local sagrado para un vecindario fiel que puebla las mesas de su comedor, bar y terraza. Y en su interior, los detalles que conforman la decoración están repletos de historia. Las dedicatorias de ilustres artistas que han disfrutado de su cocina empapelan el bar.
En el comedor, sobre una preciosa barra, una reliquia de estaño y roble español de 1871, tienen expuesto un libro con su historia y quienes sienten curiosidad por saber cómo elaboran sus famosos callos, abren este ejemplar por la página 83 y se informan. En la esquina de esta misma barra, ahora utilizada como despacho, emerge un violetero de cristal. “En estos jarrones era tradición colocar violetas en primavera por ser flores baratas, populares y madrileñas. Quedan apenas una docena en Madrid”, cuenta José Ramón. Este entusiasta del espíritu de las tabernas tradicionales fue también quien colocó el espejo perimetral en estas paredes. “Era típico de los cafés de principios de siglo y por eso volví a ponerlo. Cuando estás sentado, el espejo se sitúa a la altura de los ojos y tiene varias funciones como poder mirar de una forma no descarada y que parezca que hay más gente cuando el local está vacío”, añade. Historias de objetos, recetas, aromas, sabores y barrio. Los clásicos nunca fallan.
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