El último invierno al calor del carbón
Las 126 calderas de combustible sólido y fósil que persisten en Madrid deberán reemplazarse antes de final de año de acuerdo con la ordenanza municipal de calidad del aire
De la lumbre de ayer solo quedan los restos. Despojos y hollín que Pablo Martín, de 58 años, riega con la manguera hasta convertirlos en una argamasa esponjosa, libre de polvo y fácil de retirar. Adecentado el cenicero de la caldera, coloca los troncos de leña formando un círculo exacto en el centro del hogar. Primero, los más gruesos, y sobre estos, otros más delgados. Después prende fuego a una hoja de periódico y las llamas comienzan a devorar la madera. Es entonces cuando cobra utilidad la pala que aguardaba en una esquina del sótano. Martín esparce una, dos, tres y hasta 20 paladas de carbón. Silbando, cierra la puerta del quemador, casi ajeno a la soledad y el silencio propios de este oficio en decadencia.
De acuerdo con la ordenanza municipal de calidad del aire aprobada en noviembre, las 126 calderas de carbón que quedan en Madrid viven estos días su último invierno. La mayoría de estas se encuentran en los distritos de Centro, Moncloa-Aravaca y Salamanca, según datos regionales, y todas deberán reemplazarse antes de que termine el año, so pena de una multa de 3.000 euros a cada comunidad infractora e incluso el precinto de la instalación. En torno a estas calefacciones propias de otra época gira la vida de una docena de trabajadores, entre operarios de mantenimiento, carboneros y encendedores como Martín, que se inició en el sector hace casi tres décadas y “de rebote”. Cuando cerró el restaurante en el que trabajaba, su cuñado le contrató para encender siete calderas. Ahora se encarga de 14, pero llegó a hacerlo del doble.
—La faena es que esta nueva ordenanza me pilla a unos años de la jubilación. Tengo dos hijos aún en la universidad y no puedo dejar de currar.
Martín, corpulento y de manos recias, se encoge de hombros. Cada mañana hace una ruta en moto, siempre la misma. A las cinco de la mañana sale de su casa, en Móstoles, y se detiene una por una en cada caldera que ha de prender. Demasiado pronto como para coincidir siquiera con la mujer que friega las escaleras de la finca o con el portero. La primera ronda termina a eso de las 10 de la mañana y a mediodía emprende la revisión. Una operación que se mide en paladas de carbón. “Si hace mucho frío, echo seis más antes de irme a comer”, relata mientras en su bolsillo tintinean las llaves de todos los bloques. Uno de ellos, ubicado en la calle del Conde Duque, desprende un agradable calor a los pocos minutos de que Martín lo visite.
Según la Agencia Europea del Medioambiente, el carbón emite el doble de dióxido de carbono que el gas natural, genera dos veces más óxidos de nitrógeno y es uno de los combustibles que más azufre emana. Quizá el secreto de su anacrónica permanencia resida en que caldea rápido y de forma duradera. “Las ascuas aguantan mucho y los radiadores siguen templados toda la noche”, sonríe Martín, con el orgullo de un trabajo bien hecho que el temporal Filomena quiso boicotear. Aquella semana de tormentas resultaba imposible circular a través de las carreteras de la capital y sus clientes se quedaron sin calefacción un día entero. Por teléfono, Martín los guio a fin de que ellos mismos encendieran las máquinas “con mejor o peor resultado”.
Martín sabe que la desaparición de las calderas de carbón para calefacción y agua lleva tiempo anunciada. Las siguientes serán las de gasóleo. Como complemento al Plan Renove de la Comunidad de Madrid, el Ayuntamiento de la capital presentó en 2020 la iniciativa Cero Carbón, que financia hasta el 60% del coste de renovar una instalación térmica de combustible sólido y fósil. La actuación está dotada con cuatro millones de euros, repartidos entre el año pasado y este. A la primera convocatoria se acogieron 74 comunidades y el próximo llamamiento se llevará a cabo a finales de febrero. Los equipos instalados deberán cumplir con la normativa ecológica europea: podrán ser individuales o colectivos, eléctricos, de gas natural, aerotermia o biomasa. También se contempla la subvención de placas solares a combinar con otros dispositivos.
— Los vecinos nos vamos a querer matar en las reuniones para decidir qué tipo de instalación colocamos.
Rosa Cuéllar luce un cuidado peinado canoso y gafas de pasta roja. Tiene 66 años y reside en una de las fincas de Lavapiés que se ha resistido a sustituir su sistema calefactor. Confiesa algo de culpa, “porque es fatal para el medioambiente”, pero celebra “ese calor especial del carbón que se siente con tan solo entrar al portal”. La funcionaria jubilada también defiende que este combustible continúa resultando el más barato. En su comunidad, el pago de la calefacción central se prorratea todo el año en una mensualidad de 60 euros, incluyendo tanto el material como el encendido. El punto débil del servicio se encuentra en el mantenimiento. Desde 2012 está prohibido instalar en todo el país nuevas calderas de carbón o reformar las existentes.
Las máquinas que siguen en funcionamiento se nutren del reciclaje. Las piezas que formaron parte de un equipo reemplazado adquieren una segunda vida como repuestos, gracias al mercado de la chatarra. La caldera que calienta el edificio de Cuéllar va a repararse de ese modo. Se trata de un mamotreto de acero fundido que pertenece a la serie tres (1968) de la marca Roca. Está ubicado en un sótano abovedado de paredes negruzcas que no han conocido la pintura en algo más de medio siglo. Enfundado en un mono añil, Marcelo Gómez, de 58 años, desciende unas empinadas escaleras hasta llegar a la sala en cuestión. Arregla aparatos calefactores desde hace casi cuatro décadas: “Cada uno tiene su propia personalidad y necesita de un apaño distinto”.
Acompañado de su hijo Alberto, de 29 años, este avezado mecánico sustituye uno de los nueve módulos que componen la caldera. Desgastadas por el fuego y las corrientes interiores de agua, es habitual que estas piezas se resquebrajen. Primero hay que limpiarlas de polvo y hollín, “si no es imposible ver algo”, balbucea el padre bajo la mascarilla. Después se desmonta el conjunto, extrayendo el trozo dañado, de más de 10 kilos de peso. La reparación asciende a unos mil euros. Una vez terminada, Alberto prende una bola de papel que lanza al interior de la máquina. El carbón comienza a chisporrotear, trazando hebras de oro en la penumbra. “Me parece muy difícil que en menos de un año se acabe con todas estas calderas”, titubea el hijo. Por si acaso, piensa sacarse el título de instalador de gas.
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