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Estación en curva
Columna
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Enero

Mapa sentimental del frío de Madrid

Vista de Madrid este jueves desde el cerro del Tío Pío.
Vista de Madrid este jueves desde el cerro del Tío Pío.Víctor Lerena (EFE)
Antonio Ruiz Valdivia

Hemos vuelto a vernos. Esta vez tímidamente, tras los cristales empañados. Ha sido más raro. Nos sabemos a medias la vida de los otros, en el viejo Madrid se apelmazan las ventanas a escasos metros y podemos detallar de memoria los muebles del salón de enfrente.

El parpadeo de las luces navideñas saltaba hasta hace poco de unas casas a otras. Durante los aplausos nos conocimos, nos animábamos, nos poníamos música (“Agapimúuuuuu”)… y luego pasamos a la indiferencia de antaño. La masa, la muchedumbre.

Pero hemos vuelto a cruzarnos las miradas, a decirnos hola sin palabras. Buscando ese copo de nieve, esa lluvia, ese frío cortante. Todo por Filomena, de reojo. Hoy refugiados al son de la calefacción. Enero ha desplegado toda su ortodoxia del frío madrileño. Lo nunca visto. Duro, afilado, árido, golpeador, hiriente, aguzado, cruel, despiadado. Ese que ya te escupe en cuanto abres la puerta sin compasión.

Se desliza la cartografía sentimental del frío capitalino, ese que llega sin rebajas y que hace temblar a la ciudad. Ese que desconocen los novatos que desembarcan en la urbe y quedan en la plaza de España. También lo has hecho. ¡Error! ¿Puede haber una esquina más congelante que la de allí con la calle Princesa? Puro tiritar.

Ese blanco de la nieve nos hace olvidar lo negro que está el mundo.

Esa rasca en la rampa mecánica de Atocha para bajar a los andenes antes de coger el tren, esa garganta acongojada mientras se suben las escaleras infinitas entre el metro y la estación de Chamartín bajo las cuatro torres, esas manos en los bolsillos cuando se deja atrás un concierto en La Riviera a la intemperie del hundido Manzanares, ese aplastante crujido en la cabeza al atravesar el cemento impasible de la plaza de Felipe II, esa ruta polar para salir de los jardines de la Universidad Complutense, ese correr desesperado para refugiarse en el intercambiador de Moncloa, esos nudillos al borde de la petrificación al esperar que se ponga en verde el semáforo de Conde de Casal.

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Frío, frío. El que sienten ahora los vecinos de la olvidada Cañada Real, el que se nos mete en el cuerpo cuando recordamos en silencio el Palacio de Hielo, el que revienta al leer que Madrid está a la cola en vacunación, el de ver cómo se multiplican los casos en esta tercera ola, el que se apodera de la enfermedad invisible del siglo XXI de la soledad en las grandes ciudades, el que tienen las personas sin hogar que abarrotan los bajos en la glorieta de Ruiz Jiménez, el que enfurece por la subida de la factura eléctrica.

Pero también ese frío nos hace sacar alguna sonrisa en esta pequeña edad de hielo. Los niños que ven por primera vez la nieve en Madrid, los patos patinando sobre el estanque helado del Retiro, los vídeos que mandamos como un abrazo con nuestras tejas cuajadas, las palas de los vecinos abriendo caminos. Ese blanco que nos hace olvidar lo negro que está el mundo, ese reencuentro bajo cero en las ventanas. Asediemos los copos y no los parlamentos. Enero.

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