Cruzando el telón
2020 se va en diferido con el cierre del Teatro Pavón, ahora toca escribir entre todos la gran obra para repensar Madrid
He reído, he llorado, he amado, he odiado, he abrazado, he pegado, he gritado, he cantado, he nacido, he muerto, he saltado, he engañado, he resucitado, he juzgado, he robado, he regalado, he alucinado, he envidiado, he salvado, he votado, he hecho el amor, he mentido, he ganado, he perdido, he criado, he prometido, he callado, he traicionado, he seducido, he enloquecido, he desesperado, he soñado, he caído, he rezado, he acuchillado, he redimido. Y todo en el Teatro Pavón.
Bien hallado, 2021. Pero todavía el año 2020 no quiere desprenderse del todo ni abandonarnos. Tiene en Madrid todavía un último acto en diferido: la compañía Kamikaze baja la persiana el próximo día 30 en el número nueve de la calle de Embajadores. Esa esquina que trincha el alma cada vez que se bordea. Lo suyo es puro teatro, lo nuestro es puro teatro, la ciudad es puro teatro. Ahora toca sentir el peso del telón.
Ir al Pavón era (y es todavía) enfrentarse a lo que uno tiene más dentro. Vomitar sentimientos, rebuscarse en lo que uno ni comprende. Que los músculos se agarroten de impotencia viendo Jauría, que la mente te taladre con Hermanas, que se retuerza el cerebelo familiar con Las canciones, que se tambalee tu sentido de votar y de la democracia con Un enemigo del pueblo (Ágora), que te reviente con crudeza en la cara lo que fue España con Sueños y visiones de Rodrigo Rato.
La ciudad vaciada. Los madrileños tienen derecho a vivir en el centro, es una obligación casi moral. El corazón late gracias a la palabra vecino.
Hacer pensar, algo tan básico como necesario y tan difícil en estos tremulentos días. Eso pasa cuando se traspasa esa puerta y eso es algo que debemos pedir más en este neófito año. Poco a poco vamos saliendo de este shock y es hora de que pensemos. Nos lo debemos exigir a nosotros mismos con tanta fuerza como a nuestros políticos. La oscuridad debe convertirse en luz. No nos podemos permitir otra cosa. ¿Apuntado en la carta a sus majestades de Oriente?
Pararse unos instantes y reflexionar por qué una de las compañías más importantes de España y referente cultural no es capaz de pagar un alquiler en la gran urbe, en ese tentador, pícaro y oscuro cruce entre Cascorro y Lavapiés. Hasta qué punto somos súbditos de los apartamentos turísticos, de los avales mareantes y de los planes urbanísticos robóticos. La ciudad vaciada. Los madrileños tienen derecho a vivir en el centro, es una obligación casi moral. El corazón late gracias a la palabra vecino.
Y son los que han llenado también durante años el café y esa terraza del Pavón, entre vermús y copas de vino antes de entrar o al salir del teatro. La pura felicidad. Conversaciones, críticas y miradas traviesas a otras mesas mientras al final de la barra estaban Irene Escolar, Israel Elejalde o Raúl Arévalo. Esa tramoya de la vida madrileña, esa función de la calle que nunca acaba, esa tragicomedia de barrio en la que uno interpreta lo que quiere, sabe o puede. Pensemos, de verdad, la gran obra de 2021. Subamos el telón entre todos.
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