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HERMANAS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Dos ruedas de fuego

Irene Escolar y Bárbara Lennie dan una lección de entrega, emoción y coraje en 'Hermanas', la poderosa nueva obra del dramturgo y director francés Pascal Rambert

Marcos Ordóñez
Una escena de 'Hermanas'.
Una escena de 'Hermanas'.vanessa rábade

Están vendidas todas las funciones de Hermanas en el madrileño Pavón Kamikaze. Vender todo el papel no es frecuente pero tampoco es raro, porque a veces las cosas son como han de ser: es la tercera obra de Pascal Rambert que se ve en nuestro país, y posiblemente sean los mejores trabajos hasta hoy de Irene Escolar y Bárbara Lennie, que nos han regalado unos cuantos. El público sabe que ambas actrices son dos fuerzas que van al fondo y a lo alto, y parece haber intuido que estamos ante el texto más redondo de Rambert, una gran potencia dramática y narrativa, una esperada forma en la que el diálogo es brutal, complejo y directo.

En La clausura del amor (2015), un personaje hablaba y el otro escuchaba y esperaba su turno, y era como el choque alternativo de dos rocas incendiadas; en Ensayo (2017) eran dos parejas y otros tantos monólogos flamígeros, y en Hermanas hay una sucesión de sensacionales diálogos en un cuerpo a cuerpo no menos pasmoso. Al señor Bergman le hubiera gustado mucho. La primera obra era asfixiante y desesperada; la segunda mucho más luminosa; la tercera quizás un equilibrio de ambas: pese a la dureza del combate su lema podría ser “dejadnos levantar por las palabras”, como decía el personaje de Israel Elejalde en Ensayo. Y hablando de palabras, vaya otro aplauso para la notable versión de Coto Adánez.

Dos hermanas, que llevan los nombres de las actrices, se enfrentan desde el minuto uno. Y llevan atacándose desde hace 20 años. Dos hijas de una familia ultraculta y sofisticada que parece salida de una novela de Don DeLillo, aunque vivan en Atocha. Nos hacen conocer al padre arqueólogo, a la madre escritora, terribles ambos en sus exigencias. Y conoceremos también su infancia y adolescencia por medio mundo. Parece un novelazo o una serie, pero apenas dura hora y media. A toda mecha: ha de ser dificilísimo mantener ese ritmo, esa fuerza, esa entrega absoluta, extenuante. Decir reto o duelo es quedarse corto. Esta función solo se puede hacer de una manera: así. Como dos ruedas de fuego. Esa es la imagen que me vuelve. No creo que sirva tratar de resumir sus vidas con cuatro frases, cuatro datos, cuatro adjetivos. Hay que verlas y escucharlas.

Vale, voy con lo mínimo. Irene es la pequeña. Profesora, articulista. Furiosa. Pero furiosas son las dos. Hay algo nihilista en Irene. Bárbara es una activista social. Digamos: la soledad de Irene; el ansia colectiva, el antinarcisismo de Bárbara. Tampoco basta, porque Rambert está continuamente mostrando claroscuros, pros y contras. No hay nada unívoco. Así es la vida y así es el teatro. Mejor, quizás, decir que son dos felinas. Apasionadas y feroces. Nunca sabes cuándo va a llegar el zarpazo. Pensé también en Strindberg, pero sin clichés misantrópicos. El Strind­berg de Acreedores: volver para ajustar cuentas.

La puesta de Rambert merece una torrentera de aplausos, aunque le pondría algunas pequeñas pegas. Por ejemplo, la insistencia en los fluorescentes. Comprendo su intención quirúrgica, aunque no sé si esa claridad helada es del todo útil para los intérpretes. Tampoco me parece buena idea situar de vez en cuando a las actrices al fondo: mucho mejor cuando están más cerca de la corbata. Al fondo se ven obligadas a subir el volumen: aunque son máquinas de colocar y proyectar, con voces acorazadas, bastante ha de costar hacer lo que hacen como para complicárselo más.

Pensé “me gustaría el texto un poco más corto”, pero tal vez sea un error de apreciación: es la tensión lo que fatiga. Y es cierto que a ratos los personajes vuelven sobre lo mismo, pero son criaturas obsesivas. Se agradecen breves descansos, a la manera de Chéreau: cuando bailan Wonderful Life, de Black (¡cuántos años sin oír esa canción!). O las descargas de humor sulfúrico: Bárbara despellejando a Felipe, el amante tontolaba y presuntuoso. Claro que Irene también se pone las botas cuando habla de Anabel, la novia de su hermana. Brilla un color inesperado y afable en la parte de los amores árabes, a lo Durrell, que parece concebida para que todos respiremos un poco.

De Bárbara, entre muchas cosas, no creo que olvide su conmovedor abrazo a los desheredados. De Irene, entre muchas otras, el escalofriante retrato del final de la madre. Y se clava en la piel como un tatuaje su última frase: dejadme entrar en la noche. Como el rien ne s’oppose à la nuit de Alain Bashung. Y de Delphine de Vigan, claro.

Una última imagen. La hilera de muchachas a mi espalda, cuando se encendió la luz de sala. Los ojos empapados. Pero no solo era la huella de las lágrimas: la sorpresa de que aquella sacudida, aquella verdad, hubiera sucedido, continuara sucediendo. Aquel estado.

Hermanas. Texto y dirección de Pascal Rambert. Teatro Pavón Kamikaze. Madrid. Hasta el 10 de febrero.

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