Morente y el amor al mastodonte
El Suma Flamenca homenajea a Enrique Morente, que sin nada llegó con 16 años desde Granada a Madrid para vivir la noche flamenca y triunfar como cantaor
Decía Enrique Morente que no sabía cómo se puede amar a “un mastodonte como Madrid”, pero que él lo hacía. “Recibe a todos sin señalar de dónde eres. Esto es algo que lo ha tenido siempre”. Al formidable cantaor que amó el flamenco y el flamenco lo amó a él, aunque los ortodoxos lo llamasen “asesino” por todas esas formas que tuvo de romper corsés, le gustaba de corazón que nadie le señalase con el dedo. Amaba la libertad y quizá por eso encontró en el “mastodonte” un nuevo hogar, donde residió hasta mediados de los noventa.
Justo que ahora se cumplen diez años de la muerte de Morente, se agradece que se le rinda tributo en el Suma Flamenca, el festival de flamenco de Madrid. Una muestra con 35 conciertos y la participación de 100 artistas que, en palabras de su director Antonio Benamargo, “evoca el mundo sonoro de Enrique Morente”. Benamargo, experto flamencólogo y que fue manager del artista durante cinco años, sabe que evocar requiere de más libertad que homenajear y la libertad forma parte del vocabulario del mejor arte. Y también sabe que Madrid le debía un reconocimiento musical de verdadera envergadura: “Enrique era muy granadino, pero siempre se confesaba madrileño. Y el público de Madrid le adoraba”.
Morente, como tantos madrileños venidos de fuera, tuvo que dejar su ciudad natal, Granada, por buscarse la vida en la capital. Formó parte de ese éxodo masivo de mediados del siglo XX que Sergio Molino en su gran ensayo La España vacía (Turner) llama el Gran Trauma. Cuando en torno a 1950 muchas provincias españolas, menos Madrid, Barcelona y Vizcaya, se abismaron en lo que los geógrafos calificaron como declive secular. El campo se vaciaba mientras que Madrid, Barcelona y Bilbao duplicaron y triplicaron su tamaño, recibiendo emigrantes de todas partes de la península.
El cantaor conocía el significado del Gran Trauma. Abandonó en 1958 su amada Granada solo por una cuestión de supervivencia. El objetivo era ganarse las perras más que cantar y, por eso, llevaría consigo, como ese duende que acompaña al cante, a su familia, su barrio, sus paisanos y todo ese mundo costumbrista y entrañable de patios y tabernillas llenos de folclor que el escritor José Manuel Caballero Bonald describió como “zapatiestas”. Cuando llegó a Madrid con 16 años, todavía un chaval, residió en la calle Embajadores, que le pareció “la calle más fea del mundo” y que se encontraba dentro del distrito de Arganzuela, donde, copado por fábricas y pequeñas manufacturas familiares, se amontonaban los pobretones emigrantes. Se juntó con muchachos de Huelva, de quienes recibió algunas influencias flamencas, y trabajó de albañil, zapatero, barbero, vendedor y hasta de “gancho” de la madre de un amigo que ejercía de adivina en el Rastro.
La historia de Morente es la historia de gran parte de Madrid, lugar receptáculo de muchas gentes, territorio híbrido, ciudad mestiza. Como afirma Andrés Trapiello en su último libro, Madrid (Destino): “La ciudad no tiene identidad propia, reúne en ella las de toda España”. Esa identidad polimorfa y bastarda benefició al Morente cantaor y compositor, al artista. Calles con sus bares y sus salas de fiesta tomadas por los de fuera, creando un panorama flamenco pletórico en los sesenta gracias al auge de los tablaos, o lo que sería un nuevo resurgir de los antiguos café cantante. “El cante tenía mucho peso en ese momento. Fue la época dorada de los tablaos”, cuenta Benamargo. “Había un ambiente flamenco impresionante con Manolo Caracol en los Canasteros, Terremoto en Las Brujas, Rafael de Negro en el Corral de la Morería, Juan Varea, Pericón de Cádiz… Luego, poco después esta época se extiende a finales de los sesenta con la llegada de Camarón de la Isla a Torres Berjemas, Fernanda de Utrera a Zambra, La Paquera, Manuel Soto Sordera, los jovencitos Vicente Soto y José Mercè…”.
La flor y nata del flamenco más arrebatador. Morente la conoció toda, desde la calle Embajadores, luego Lavapiés, la plaza de Santa Ana, tan andaluza, y la peña Charlot, donde, tomando chatos, conoció a Pepe de la Matrona, uno de sus maestros junto a Aurelio Sellés y Bernardo de los Lobitos. Fueron algunos de los primeros pasos que dio hasta llegar al tablao Zambra, convertirse en profesional y redefinir el cante, saliéndose de los palos, siguiendo el instinto y pasando de los puristas y neoclásicos que no se lo perdonaban. Fue cuando ya estaba asentado en Madrid, casa flamenca, asilo de los forasteros, cruce de caminos, un mastodonte que nunca se sabe bien cómo se puede amar, pero se ama.
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