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BARRIONALISMOS
Columna
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De pipas, chuches y otras historias

En la infancia disfrutábamos del azúcar y ahora hemos pasado a la comida eco, bio y orgánica

Escaparate de la tienda Caramelos Paco, con chucherías, golosinas y gominolas, en la calle de Toledo, 55, de Madrid
Escaparate de la tienda Caramelos Paco, con chucherías, golosinas y gominolas, en la calle de Toledo, 55, de MadridLuis Sevillano

La acción de comer pipas en un parque es algo que se forja con el tiempo y una buena orientación barrial. No surge de la nada o por imitación. Hay un entrenamiento de docenas de meses para llegar hasta ese punto de comunión con el mobiliario urbano.

El aprendizaje, en mi infancia, requería visitas habituales a los frutos secos. Yo fui cada semana durante un montón de tiempo, justo después de misa. Cuando iba a misa. Me daban cinco duros para echar en el cepillo y el resto, un máximo de cien pesetas, era para mí.

Salía de la iglesia con hambre de consumo, portando mis mejores galas, que serían las peores a día de hoy, con vestidos de esos que tenían nido de abeja o babero y los calcetines calados blancos estirados. Para culminar, zapatos de domingo. Ropa de boutique de barrio, ya me entienden.

Y así, arregladas, mis amigas y yo recorríamos la distancia que había entre el templo y la tienda de frutos secos. No éramos las únicas, ejércitos de niñas y niños de la localidad caminaban en la misma dirección. En la actualidad resulta raro por esta zona ver a gente de esa edad, unos siete años, pasear sin vigilancia materna o paterna.

En cualquier caso, sería difícil encontrar una escena parecida dado que, aunque todavía hay, quedan pocos frutos secos como los de antes. Disponían de un montón de urnas transparentes en las que como el propio nombre del establecimiento indica podían encontrarse cacahuetes, avellanas y almendras (a los anacardos o las nueces de macadamia les quedaban lustros para colarse en nuestras vidas). Por supuesto, y las recuerdo, babeando, no podían faltar las típicas patatas de churrería, cortezas sobrias y gusanitos, a los que llamaban ganchitos fueran o no de esa marca, fácilmente identificables por ese color naranja que no existe en la naturaleza, por su capacidad para colorear las superficies más resistentes a cualquier tinte y adherirse a los dedos durante siglos. Luego estaban las chucherías: besitos, teléfonos, señales, dentaduras, lenguas de gato, regalices, caramelos al kilo o nubes que quemábamos con mecheros que ni idea de dónde los sacábamos. Yo he sido siempre una devota de los chicles. Salieron unos que dejaron atrás el menta y fresa clásicos y apostaron por la clorofila, la fresa y la manzana ácidas. No contentos con eso, diseñaron uno kilométrico que tenía forma de manguera y que podías ir consumiendo poco a poco o llenarte la boca. Dependía de la gula que tuvieras.

Eso sí que eran sensaciones fuertes: azúcar y caucho sinténtico para nuestros dientes de leche o recién estrenados. No sé por qué se inventaron lo de la droga en los cromos si ya estábamos enganchados. Luego vinieron las consecuencias, claro. A esas alturas de la historia, simplemente disfrutábamos desoyendo a los mayores que nos decían “no te hinches a golosinas, que después no vas a querer comer”. Nos comentaban lo mismo cuando nos mandaban a hacer recados, sin embargo, nos animaban a quedarnos con las vueltas. Ante mensajes contradictorios, optábamos por inflarnos a chuches y bolsas de pipas saladas que devorábamos en algún banco.

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Normal que ahora nos dé por la comida eco, bio y orgánica. Hay muchos frutos secos que entran en esas categorías. Los bancos, más aun los reciclados que están fabricando últimamente, por descontado.

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