Un manojo de llaves para empezar de cero
El programa municipal de atención a personas sin hogar duplica durante la desescalada su oferta de pisos compartidos
Isabel huyó después de que le colocaran un cuchillo al cuello. Llegó a sentir el filo helado contra su piel. Aquel episodio fue el último de un sinfín de amenazas. Voces y humillaciones de su expareja que la empujaron a coger en brazos a su hijo y dar un portazo tras de sí.
A partir de entonces esta madre soltera, de 54 años, ha vivido en la calle durante varios periodos a lo largo de tres décadas. Un periplo por soportales, cajeros bancarios, comedores sociales y albergues que terminó por fin hace nueve meses. El Ayuntamiento de Madrid le ha concedido una plaza en un piso compartido perteneciente a la red de atención a personas sin hogar. El programa suma una treintena de viviendas de esta clase, la mayoría equipadas con tres camas. Un tercio de ellas se inaugura tras el cierre este domingo del pabellón 14 de Ifema, símbolo de las políticas sociales durante el estado de alarma.
El apartamento de Isabel, de propiedad municipal, es pequeño, pero está remodelado. Un balcón concede vistas a la arboleda que se abre paso hasta llegar al río. “Aquí tomo el sol”, cuenta, ávida de sus rayos. La estancia máxima en el piso es de tres años, un tiempo en el que recomponerse: “La calle te quita la seguridad en ti misma y un piso te devuelve esa confianza”. Este sistema de acogida se inspira en la fórmula finlandesa que otorga una casa a quien la necesita, sin exigencias. Allí se denomina Housing first, la vivienda primero, porque sitúa el hogar en el centro de la recuperación del individuo, antes incluso de la desintoxicación o el empleo.
La calle te quita la seguridad en ti misma y un piso te devuelve esa confianzaIsabel
Mediante esta política, el Gobierno del país nórdico redujo en dos años un 35% el número de ciudadanos que duerme cada día a la intemperie. Tener una vivienda, precisa el análisis sueco, ha de ser el punto de partida de la recuperación y no el de llegada. “Si vives en la calle, encontrar trabajo es complicado”, relata Isabel. “No tienes donde lavar la ropa ni descansar bien. Te pasas el día con tus cosas a cuestas, ¿Quién supera así un proceso de selección laboral? Necesitas ayuda”, agrega. Su vivienda resulta ser ese empujón necesario para romper con la inercia de la calle. Ahora se dedica a la limpieza de un centro de día dedicado a los mayores. El lugar permanece cerrado a causa de la crisis sanitaria y ella aprovecha para higienizarlo a conciencia.
En 2012 perdió por primera vez su casa. Se quedó sin empleo y la desahuciaron por impago del alquiler de su piso de la Agencia de Vivienda Social, dependiente de la Comunidad de Madrid. De Isabel nunca se separó su hijo Alexander, que tiene 34 años. El joven recibe una pensión no contributiva por discapacidad: “En la calle resulta complicado hacer amigos. Hay poca solidaridad, quizá porque la gente ha tenido una vida dura. Si ellos no miran por lo suyo, nadie lo hará”. La familia pasaba la noche en los sótanos de la plaza de Colón. O guarecidos en una sucursal bancaria de la calle Santa Engracia.
Ocho meses después, consiguieron sitio en una pensión de los servicios sociales: “Allí tenías que ducharte en un minuto. ¡Ahora puedo tardar lo que quiera!”, se alegra Alex, como él mismo se presenta. De allí fueron a parar a un piso compartido, donde vivieron varios años, pero en 2018 su madre perdió por segunda vez el trabajo y regresaron a la casilla de salida: “Me enfadé con la vida y con la gente de mi alrededor”, rememora. Hasta que una noche de verano el Samur Social los localizó y terminó por ofrecerles la solución habitacional que disfrutan hoy. En la actualidad, la lista de espera alcanza el medio millar de solicitudes de acogida, según el registro del servicio de emergencias sociales.
En el dormitorio contiguo descansa Juan, de 54 años. El hombre que comparte piso con Isabel y Alex administró hasta 2019 una tienda de indumentaria flamenca. Batas de cola, vestidos con volantes, mantones, zapatos y sombreros que exportaba a las academias de cante y baile en Japón o Hong Kong. Pero el negocio dejó de funcionar como antes y las deudas, sumadas a un divorcio, lo despojaron de su casa. Dormía en hostales hasta que se quedó sin blanca e ingresó en el albergue de la campaña de frío municipal: “Personalmente fue terrible, devastador. Nunca me había visto en esas circunstancias”.
La lista de espera del Samur Social alcanza el medio millar de solicitudes de acogida
En aquel hospedaje Juan hubo de mantenerse vigilante: “Soy alcohólico, pero llevo sin beber 25 años y allí me vi rodeado de peligros”. Como tenía problemas de rodilla, consiguió que lo derivaran a una pensión, cuyas habitaciones resultaban más espaciosas. Allí Juan consiguió trabajo como conductor en nómina de Uber. Y a las semanas se trasladó a este piso en el sur de la capital, donde ha pasado el confinamiento: “Se me había olvidado lo que es llevar las llaves de tu casa en el bolsillo. Acabar la jornada laboral y echarte en la cama a escuchar música o leer”.
“Esta clase de situaciones te permiten medir la amistad. Para el cachondeo tienes a muchos colegas, pero cuando llegan los problemas te ves solo”, agrega Juan, quien dice haberse reconciliado consigo mismo. “Cuando ves la cola de un comedor social siempre piensas que eso no te puede pasar a ti. Pero luego te pasa y te culpas mucho”. Si algo ha aprendido, continúa, es “a plantearse objetivos plausibles”, paso a paso. Esa misma paciencia que le falta a su hija preadolescente, afincada en Murcia, cuando pide instalarse con él: “Le he dicho que se espere, todavía necesito estabilizarme, pero ya sabes cómo son los críos, lo quieren todo y ahora”.
Recursos de menor tamaño
La última estrategia en Madrid para la prevención del sinhogarismo finaliza este año. José Aniorte, concejal de Ciudadanos y responsable de los servicios sociales municipales, promete transformar el programa. Quiere pasar de “un modelo extremadamente asistencial, practicado en los grandes albergues, a otro basado en pequeños recursos donde potenciar la autonomía”. Hoy la mayoría de plazas disponibles se encuentran en instituciones preparadas para un centenar de usuarios. Los apartamentos o pensiones son todavía testimoniales dentro de la red de acogida. “Eso tiene que cambiar, porque contribuyen mejor a la reinserción de la persona y encima resultan más baratas”, agrega el edil.
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