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El virus llega al sistema judicial español: “Espero que mi Paco no se haya infectado. Él está en forma”.

Los juzgados han tenido la última mañana de actividad hasta el 13 de abril

Miembros de seguridad del Juzgado de Plaza Castilla denegando la entrada a dos personas que querían acceder al edificio.
Miembros de seguridad del Juzgado de Plaza Castilla denegando la entrada a dos personas que querían acceder al edificio.DAVID EXPÓSITO

María Rubio, de 22 años, tenía una amiga que ya no lo es más. La amiga, bueno, la examiga, pagó un Cabify con la tarjeta de crédito de María. Dieciséis euros y pico. María la denunció y según ella se celebró un juicio. El día que vino a enfrentarse cara a cara con la usurpadora se perdió en el laberinto de pasillos, salas, ascensores y celdas que es el juzgado de Plaza de Castilla, en Madrid. El caso es que no llegó a la hora y la ladrona de tarjetas fue absuelta por incomparecencia de la denunciante. Hoy vuelve al lugar en el que se despistó para intentar recurrir la absolución y seguir la batalla legal, pero en la entrada, cuando comienza a subir las escaleras en busca de la justicia en mayúsculas, la frenan en seco:

―Por favor, señorita, no se acerque menos de un metro.

El acceso ha quedado blindado por cuatro guardas de seguridad, con mascarilla y guantes de látex. El coronavirus logró esta semana cruzar las puertas de la principal sede judicial de la ciudad. Los funcionarios del Juzgado De Instrucción número 32 y el de Primera Instancia número 77 están en cuarentena desde que dos colegas fueran infectados. Solo dejan pasar a la gente que tenga que comparecer ante el juez o alguna revisión de los forenses.

No es el caso de Hasan Hadifi, un marroquí de 46 años. Hace dos días, debajo de un puente, se peleó con otro hombre. Su pareja, exboxeadora, se metió en medio y le dio una paliza al hombre que le amenazaba. “Fue boxeadora profesional. Tiene una derecha de miedo”, cuenta Hadifi. La policía, en cambio, se lo llevó a él y al otro señor, porque “no creían que ella le hubiera dado esa zurra”. Hadifi trae un papel de la comisaría que los guardas, que también le han pedido que no se acerque demasiado, no consiguen descifrar. Al rato, alguien de dentro da con la tecla y le hace entrar. Hadifi pasa por la puerta con una euforia extraña, como si hubiera conseguido entrar en un garito de moda.

“¡Suerte!”, le gritan desde fuera.

El acusado Hadifi intenta acceder a los juzgados de plaza de Castilla por una citación, este viernes.
El acusado Hadifi intenta acceder a los juzgados de plaza de Castilla por una citación, este viernes.Juan Diego Quesada

A cinco kilómetros, la situación es diferente dentro. Si fuera un viernes cualquiera, para subir de la planta cero a la duodécima en un ascensor de los juzgados de la Audiencia Provincial se tardaría, de media, más de tres minutos. Los funcionarios de la segunda planta pulsarían el botón, se montarían, conversarían de los asuntos del día, se subirían presuntos delincuentes en la tercera, abogados en la sexta, familiares y testigos en la séptima, se volverían a bajar en la octava. Algunos, incluso, observarían el reloj y subirían resignados a toda prisa por las escaleras. Este viernes, no. Este viernes, uno se monta en el ascensor, pulsa el botón del número 12 y tarda solo 15 segundos en llegar a la cima.

“Lo mejor es que se cierre todo”, opina la agente judicial Marina Corral, con unos guantes azules de látex en uno de los pasillos. “¡Y encima no valen para nada!”, dice resignada, “si es que lo estamos viendo en todos lados. ¡Hay que cerrar los juzgados!”. La magistrada Adela Viñas se une a la conversación antes de abandonar el edificio con una maleta azul bajo el brazo. “He suspendido el juicio que tenía por estafa. Nos han dicho que solo se pueden seguir celebrando los juicios con presos”.

“Se están oyendo casos de gente con coronavirus por aquí”, dice la funcionaria. La epidemia, se tenga o no se tenga, ya está en la cabeza de todos, pese a que en estas salas no hay ningún caso confirmado. Se palpa una tensión impropia de unos pasillos que reciben pisadas de asesinos. “Lo mejor es que se cierre. No se entiende”, opina el agente de seguridad Vicente, de 55 años.

La mayoría de las plantas están vacías. No hay testigos. No hay culpables. No hay inocentes. Hay mesas llenas folios y funcionarios dirimiendo si es justo que haya compañeros en casa porque tienen hijos pequeños y ellos estén ahí porque los tienen mayores: “Lo vivo con angustia”. “No han dicho que igual ponen servicios mínimos, pero esto es lo que hay ahora mismo”. “Mi madre está en una situación de riesgo y yo estoy aquí”. El bote de gel con alcohol ya es un elemento más de los escritorios.

“Acabamos de terminar el juicio”. A las 12.30 tres magistrados salían de la sala donde se estaba juzgando un juicio por estafa de una banda criminal cuyos imputados dormirán esta noche en prisión. En la calle, mientras tanto, la cafetería El Receso estaba casi vacía. Y dos taxistas se despedían tras recibir el primer cliente tras estar dos horas esperando: “Niño, con la mano no, con el codo”.

A la misma hora, en un costado del edificio de Plaza Castilla, donde se encuentra la entrada al juzgado de guardia, los detenidos el día anterior desfilan por la mañana ante el juez, que decide si los manda a casa, a la espera de juicio, o directos a prisión. Sin más rodeos. Las celdas, en un sótano, respiran a través de unas pequeñas ventanas que dan a pie de calle. Los familiares contactan con los detenidos a gritos. “¡Paco, paco! ¿Estás ahí?", pregunta Tamara, su esposa. La policía detuvo anoche a Paco en su casa, en el barrio de Vallecas, por “algo gordo”. Se lo llevó en pantalón de pijama azul y con un jersey de cuello de pico, también azul. A todo el que sale Tamara le pregunta si Paco, ese hombre joven, guapo y fuerte que tiene un tatuaje en el antebrazo, sigue ahí dentro. Nadie es capaz de concretarle. Así que Tamara, con sus dos hijos, lleva toda la mañana esperando, con el miedo en el cuerpo desde que vio a los guardas de seguridad de la entrada llevar guantes de látex y mascarillas. La situación le parece surrealista: “Espero que mi Paco no se haya infectado. Él está en forma”.

Pero Paco puede quedarse en el camino.

―Vámonos sin ese tío, mamá, ―dice la hija, de siete años.

―Que es tu padre...

―Me da igual.

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