El amor en una caja de quince quilos
Sonaba una canción de reguetón a un volumen lo suficientemente alto como para integrar el ritmo, de manera inconsciente, en nuestros movimientos
El otro día fui a Carabanchel, concretamente a la zona de Opañel. Buscaba una empresa llamada Alaslatinas que se encarga de hacer envíos a distintos países de América Latina. En unas semanas nos vamos de gira por Colombia y Ecuador y necesitamos aligerar equipaje el día de salida.
El caso es que ya antes de aparcar el coche en la puerta sentí un cambio en el ambiente. Las calles, los negocios, el nombre de los bares. Había algo familiar en todos ellos, un color distinto, extrañamente conocido. Casi en la misma calle, una iglesia evangélica, una academia de baile, un locutorio, una local de nombre Discoteca Latina Fenómeno y el bar Sabores del Mundo. En algunos balcones, banderas de Ecuador y de República Dominicana. Por las calles, jóvenes de cuerpos musculados y rostro serio, niños flacos y veloces, mujeres con cara de tarea constante.
La oficina estaba plagada de carteles que informaban sobre las tarifas de envío, en su mayoría a Venezuela, aunque también nombraban Colombia o Brasil. Al entrar, el acento dulce y lento del encargado, que sonaba como la música de una balada caribeña de los dos mil, me teletransportó a las afueras de Bogotá, donde estuve hace unos años y vuelvo en poco menos de un mes. Sonaba una canción de reguetón a un volumen lo suficientemente alto como para integrar el ritmo, de manera inconsciente, en nuestros movimientos. Atendía a una pareja de treintañeros, presumiblemente hermanos, que querían mandar una caja a Caracas.
“Ojalá podáis encontrar en Madrid algo de lo que habéis tenido que dejar atrás”
Entre los tres, apretaban como podían todos los objetos para que cupiera entre ellos alguno más. Pude ver una bolsa con medicinas y un paquete de sacarina. Lo acariciaban todo con ternura, como si también quisieran enviarle al destinatario ese amor manoseado y puro de los que viven lejos. Pude ver cómo el chico le daba un beso disimulado a un jersey antes de meterlo. El amor en una caja de quince quilos. El encargado les dijo que no podía ser un envío de puerta a puerta, ya que la parte donde querían mandarlo no era una zona de seguridad, así que les comentó la posibilidad de recogerlo en la oficina local. Ellos asintieron, casi disculpándose. Firmaron, le agradecieron y se marcharon.
Nunca entendí los “guetos” de las capitales. Me gusta la mezcla, la distinción escasa, que sea necesario escucharnos para reconocernos. Pero qué narices sé yo. Quién narices soy yo. Nunca he tenido que dejar mi país o mi familia. El otro día entendí lo necesario que puede ser para el que se marcha encontrarse en otra ciudad tan distinta el detalle que te devuelve al hogar: un acento, un batido de mango, la bachata nocturna, los colores en un balcón, un carajo en mitad de la noche, los frijoles en un bar por la mañana, el vecino que comparte tu historia.
Ojalá podáis encontrar en Madrid algo de lo que habéis tenido que dejar atrás. Y ojalá ese beso al jersey llegue, sano y salvo, a la mejilla de la que nunca debió salir.
Madrid me mata.
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