Cuando los jamoneros de un pueblo gallego marcaban el precio mundial del cornezuelo, precursor del LSD
Dacón fue entre la década de los treinta y los cincuenta el epicentro del comercio internacional del hongo alucinógeno del centeno, usado para fármacos contra la migraña o con fines abortivos
Mari Carmen González abre uno de los sacos de arpillera, cubiertos por medio siglo de telarañas, que duermen el sueño eterno apilados en el gran almacén de jamones de sus tíos Nicanor y Eulogio. Remueve el contenido con la mano y saca un puñado de esclerocios de cornezuelo, con aspecto de gusanos secos y negros, de tres o cuatro centímetros, que nunca llegaron a salir de la villa de Dacón (Maside, Ourense) cuando el hongo del centeno gallego era el más cotizado del planeta.
Esta que aquí perdura, dentro de la gran nave de piedra heredada por varios parientes —en la que cuelga desde hace años un cartel de Se Vende—, es la última remesa: decenas de sacos con miles de kilos de Claviceps purpurea de la mejor calidad, listos para exportar a alguna multinacional farmacéutica suiza, británica o estadounidense. Pero la partida quedó varada “por culpa de un señor inglés”, recuerda la sobrina de aquellos importantes jamoneros y vendedores de huevos de mediados del siglo pasado. Aquel extranjero llegó describiendo el panorama internacional, analizando la fluctuación de los precios, augurando un devenir comercial influido por las guerras o por los nuevos descubrimientos farmacológicos en materia de síntesis.
En tiempos de gloria, los jamoneros de Dacón, un nutrido gremio que ocupaba las principales casas de la travesía local, decidían el precio mundial del cornezuelo. Les bastaba con retener la mercancía que recogían por toda Galicia, pulsar por cable la demanda en las compañías importadoras europeas y americanas, y elegir la mejor ocasión y postor para vender. Si Rusia, Polonia y otras potencias cerealistas estaban envueltas en conflictos bélicos, crisis diplomáticas o simplemente malas cosechas, entonces los mercados se abastecían en el noroeste de España y Portugal.
No en vano, el hongo, que aquí recibía incontables nombres de pila (cornizo, cornello, corno, mouro, caruncho, xoio, ergot, gran de corvo, dentón), estaba considerado el mejor. Y de ello llegó a dejar constancia Albert Hofmann, el bioquímico de la suiza Sandoz que descubrió el LSD (dietilamida de ácido lisérgico) mientras exploraba las propiedades de los alcaloides del cornezuelo. Las condiciones de temperatura y humedad hacían que esta ponzoña alucinógena —causante en la Edad Media de epidemias europeas como el mal de San Antón— prosperara de manera excepcional en las espigas del noroeste peninsular.
El hongo llegó a cotizarse a mil pesetas el kilo entre las décadas de los cuarenta y los cincuenta. El negocio del cornezuelo, una auténtica fiebre con varias oleadas en la primera mitad del siglo XX, conectó durante décadas a la gente más humilde de las aldeas, sobre todo mujeres y niños, con los farmacéuticos de los pueblos o los comerciantes que iban de feria en feria, los armadores del puerto de Vigo, los importadores al otro lado del Atlántico, o en Londres y Róterdam, y los grandes laboratorios. Del Claviceps purpurea se obtenían alcaloides como la ergotamina y la ergometrina, sustancias no tan conocidas como la codeína, la morfina, la cocaína, la nicotina o la cafeína, también de origen vegetal, pero igual de valiosas para la industria farmacéutica.
Muchos de sus recolectores de a pie no sabían ni para qué servía. Le decían “oro negro”, pero también “wolframio vegetal”, por coincidir su auge en el tiempo con la demanda y el estraperlo del mineral empleado en la fabricación de armamento (II Guerra Mundial y guerra de Corea). Los periódicos de la época daban cuenta de los saqueos de cornezuelo en cultivos de propiedad ajena o advertían del daño que se infligía a las arcas nacionales cuando se exportaba la materia prima en lugar de la ergometrina ya cristalizada por la empresa gallega Zeltia, que superaba los 100 dólares el gramo a mediados de los años cuarenta.
El que más y el que menos, donde había campos de cereal, entraba a formar parte de una tupida red de tráfico de droga que arrancó el hambre de muchas casas. Una droga muy peligrosa, pero legal, que se vendía a los grandes comerciantes, en los mercados, a la vista de la Guardia Civil. Una droga demandada por Sandoz o Bayer o por sellos españoles como Zeltia, para elaborar medicamentos contra la migraña y el glaucoma, para facilitar el parto y para cortar hemorragias (Pan Ergot, Purpuripan). También, en la intimidad de las casas, para provocar abortos en las primeras semanas de gestación.
Había que preparar una infusión con siete u ocho cornezuelos y dársela a beber a la mujer. Así lo explican algunos protagonistas del documental Negro púrpura (Illa Bufarda, 2021), de Sabela Iglesias y Adriana P. Villanueva, la primera película gallega que abordó de lleno la temática, estrenada antes que la premiada O Corno, de Jaione Camborda. Las directoras, que no llegan a los 40 años, tuvieron noticia de aquellos acontecimientos cuando una amiga, en una comida, les confesó: “Mi abuela traficó con LSD”.
“Andar para atrás”
El filme de Iglesias y Villanueva —que vuelve a proyectarse estos días en la localidad asturiana de Rozaes (Festival Mediu Güeyu) y en la Facultad de Farmacia de la Universidade de Santiago— no solo revive el comercio, sino que recuerda cómo las multinacionales inventaron maquinaria agrícola para garantizarse la infección de las espigas en municipios como Escairón (Lugo). Las autoras también entrevistan a los últimos testigos de una mítica hornada de pan y empanadas en la aldea de Biobra (Rubiá, Ourense), después de la Guerra Civil.
Casi todos los vecinos probaron y sufrieron las consecuencias de aquella harina oscura. Dolor de cabeza, borrachera, y una irrefrenable inercia que les hacía “andar para atrás”. Ahora O Corno, Concha de Oro a la mejor película en el festival de San Sebastián, ha vuelto a la actualidad un fenómeno del que cada vez quedan menos voces vivas. “Estamos de moda”, se maravillan Mari Carmen y su amiga Fifa Vázquez, otra vecina de Dacón, nieta de Manuel Fernández Valeiras, un respetado comerciante de jamones y “exportador de drogas crudas” de antes de la Guerra Civil.
Fifa, funcionaria judicial ya jubilada, guarda con infinito amor libros de cuentas y archivadores llenos de documentos y cartas que dan fe de las relaciones que tuvo el empresario local en ciudades como Nueva York, Detroit, Cleveland, Boston, Baltimore, Los Ángeles, Indianápolis, Minnesota, Saint Louis, Filadelfia o Cincinnati. También hay escritos que revelan el interés del Banco de España por participar en sus transacciones. Y facturas de hasta 100.000 pesetas, cantidades estratosféricas para la época.
Aquella fecha concreta en que los sacos de corno quedaron arrumbados en el almacén de Nicanor y Eulogio González no debía de ser la más aconsejable para vender, como advertía el “señor inglés”, pero luego no vino ninguna otra mejor. El cornezuelo siguió cosechándose incluso en los años sesenta y setenta, tal y como recuerda el agente forestal Xosé Santos, que de niño ayudaba a su familia en la recolección manual, hongo a hongo, “para venderlo a las farmacias de Xinzo de Limia” (Ourense). Pero nada comparable con el esplendor que vivió el abuelo de Fifa, hasta que el franquismo le arrebató la mercancía y quedó “en la ruina”.
Exalcalde republicano y comerciante de “jamones, chorizos y demás frutos del país”, Fernández Valeiras fue perseguido y tuvo que vivir oculto en casa de un pariente, “que por cierto era guardia civil”, revela la nieta. En 1937 un tribunal franquista dictó sentencia contra aquel jamonero que lucía la bandera tricolor, y también la gallega, en sus etiquetas: ordenó que le fueran confiscadas todas las viandas que almacenaba en su secadero de Dacón. Hoy, esa excepcional casa de piedra, con techos de más de tres metros de altura, es la misma que habita la nieta. Todavía se pueden ver las básculas, los arcones o la terraza donde se secaba el cornezuelo al sol.
“Os Picañas, Os Jotas, Os Furelos, Os Cartuchos, Os Panchos, O Pajariño, O Cotuta, O Nicanor...”, enumeran las vecinas, tratando de hacer memoria, los motes de los empresarios locales en los mejores tiempos de Dacón. Ahora, las entrañas de las viviendas ya no huelen como antaño. Esa sinfonía de aromas intensos de jamón, de manteca, de frutos secos, de cornezuelo, de centeno, de romero y tomillo era lo que cataban los niños que crecían allí, bromea Fifa Vázquez: “Oler era lo único que nos dejaban, porque todo era para vender”.
Los negocios se cerraban con Nueva York o Hamburgo por comunicación cablegráfica: “Acepto pedido 20 sacos cornezuelo. Serán embarcados seguidamente”. Y a los pocos días del conciso mensaje, llegaba una carta que detallaba mejor el panorama en cada momento: “Nos encontramos sorprendidos al notar que el interés del mercado, a medida que aumentan las ofertas, se va enfriando, haciendo que los precios del artículo bajen”. A lo que Fernández Valeiras, destacado miembro de la estirpe de Os Picañas que firmaba las comunicaciones por vía submarina como ”Ferleiras”, contestaba con otro tajante cable: “Remita fondos para saldar partidas anteriores y luego cotizar precio para vender nuevas remesas. Precio fijado no es aceptable”.
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