Lisardo Pollán, jubilado tras 40 años: “Nadie nace con vocación de funcionario de prisiones”
El jefe de servicio de la cárcel de Villena se jubila tras pasar por los tres centros penitenciarios de Alicante, en los que vivió un motín y vigiló a internos de alto riesgo
El día de su jubilación, Lisardo Pollán, jefe de servicio del centro penitenciario Alicante II, la cárcel de Villena, se quitó su uniforme, lo metió en una bolsa y se lo pasó a un compañero. Se enfundó una camiseta verde de deporte y unos pantalones azules a rayas, se calzó unas zapatillas amarillas y se colgó una mochila en la que apenas llevaba unas botellas de agua y un bocadillo de chorizo. Cruzó el pasillo de salida de la prisión, en el que le esperaba la plantilla casi al completo, para felicitarle y despedirle, y, tras acceder al exterior, comenzó a correr. Eran las 8.30 de la mañana del pasado 14 de octubre. Le quedaban 75 kilómetros de recorrido, que cubrió en once horas, hasta llegar a su domicilio, en Alicante. Con cada zancada, quiso “hacer un homenaje a los compañeros, amigos y conocidos que se habían quedado por el camino y que no llegaron a tener un día de jubilación” como el suyo. Y dejó atrás una carrera de 40 años en los que pasó por los tres centros de reclusión de la provincia, vivió de cerca un motín, convivió con peligrosos delincuentes, incluidos terroristas de ETA o los del 11-M, o ayudó a colocarse los equipos de protección individual (EPI) a los reclusos voluntarios que atendían a los que pasaban la cuarentena en plena pandemia.
“Es una profesión que te cambia el carácter”, comenta, días después. “Nadie nace con vocación de ser funcionario de prisiones, la vocación crece después, con lo bueno y con lo malo”. Para él, fue la manera de salir de Villalís de la Valduerna (León), el pequeño municipio en que nació y que actualmente cuenta con 103 habitantes. Tras aprobar las oposiciones, “en febrero de 1985″ fue nombrado para su primer puesto, de interino en el Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Fontcalent (Alicante). En su primera semana de trabajo, tuvo ocasión de en lo que en el argot llaman “bautizarse y vacunarse”. Un preso con problemas de salud mental “de 1,90 metros y 135 kilos atacó con un estilete al jefe de servicio del centro”, recuerda. “Todos nos abalanzamos sobre él” para someterlo, “sin práctica ni experiencia en algo así”. De los 20 funcionarios noveles que entraron esa semana, “dos renunciaron tras el incidente”. Poco después, “en uno de los cacheos de rutina de las celdas” encontró “un dedo meñique envuelto en papel higiénico”. Al preguntarle, el interno respondió que “se lo había arrancado a mordiscos para enviárselo al juez”.
Tras cuatro años, en 1989 lo trasladaron al centro penitenciario contiguo, el de Alicante Cumplimiento, conocido como Fontcalent. Allí aprendió a lidiar con un oficio “difícil de explicar”. Asegura que consiste en “una serie de tareas ordinarias a las que hay que sumar la resolución constante de problemas”. Se ejerce de guardián, oficinista, psicólogo y confesor. “Nunca te aburres”, certifica. “Debes estar preparado para la discusión”, continúa, “tirar de diplomacia y tratar de conocerlos sin dejar de escucharles, que no es poco, tienes que intentar saber por qué hacen las cosas”. En una prisión se convive “con problemas de droga, violencia, insultos, amenazas, ves muertes y autolesiones”. En un momento dado de su trayectoria, “cinco de los presos más peligrosos de España estaban en Fontcalent”. “Cuesta asimilarlo, pero tienes que asimilarlo”, sentencia. Luego, en casa “no se cuenta nada”, para que la familia “no se haga una idea de la situación real”.
En la prisión alicantina vivió “el peor momento” su carrera. Entre los días 12 y 14 de noviembre tuvo lugar el histórico motín de Fontcalent, en el que cinco presos secuestraron a otros tantos funcionarios durante 54 horas. Pollán estaba fuera de servicio, pero acudió en cuanto se enteró. “Los cabecillas de la revuelta se hicieron con la prisión y fueron pasando de un módulo a otro”, comenta, “lo rompieron todo”. Desde fuera no se sentía más que la confusión y “la angustia de no saber qué pasaba con nuestros compañeros”. Desde su ubicación, pudo ver cómo los sublevados echaron el cadáver de otro interno, asesinado a cuchilladas, por encima de un muro. “Finalmente, los cinco rehenes pudieron encerrar a los líderes en una celda” y aprovecharon un despiste de sus captores. Los cuerpos especiales de la Guardia Civil y la Policía Nacional lograron apresar a los insurgentes.
Trece años después, en 2002, se inauguró el centro de Villena. Pollán fue nombrado jefe de servicio, el inmediatamente inferior a los altos cargos penitenciarios. Estas dos décadas ha completado su experiencia. “Un interno marroquí que no sabía castellano”, rememora, “empezó a chillar y vocear y alguien contó que se había vuelto loco viendo la televisión”. Era de noche y Pollán, que ya había acabado su jornada, tuvo que volver “porque a esas horas no se pueden abrir las puertas de las celdas sin supervisión de un jefe de servicio”. Con ayuda de otro preso que ejerció de traductor, explicó que “había visto imágenes de su casa con la noticia de que había muerto una niña” de la edad de la suya y pidió “que lo dejaran rezar toda la noche”. “Al día siguiente moví hilos y me ratificaron que la fallecida era su hija, se lo confirmé, le organizamos una salida y se pasó todo el día en el cementerio”. “Agradeció mucho un gesto así”, sostiene el funcionario jubilado.
Pollán empezó “a correr maratones y pruebas de larga distancia a partir de los 40 años”. Por ese motivo, planeó con antelación cómo iba a celebrar su retiro. “Había hecho el recorrido entre Villena y Alicante, pero nunca desde la prisión”, señala. Desde su puesto de trabajo pasó por Villena, Biar, Onil, Castalla, el Maigmó, San Vicente del Raspeig y Alicante. El último tramo lo hizo al trote. “En esta profesión, aprendes a no tirar la toalla”, confiesa. En la víspera, un preso veterano le dijo: “Se ha muerto mi padre, se ha muerto mi hermano, ahora se jubila usted. Si se muere mi madre, me cuelgo de ese árbol”, narra entre carcajadas.
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