La maleta y los olvidos
No son nadie. No se recuerdan. Sus nombres son desconocidos.
Por ejemplo Josep Castanyer.
En una foto sonríe. Gafas de intelectual, traje, corbata; la determinación en la mirada de quien es capaz de estrenar doce obras de teatro, dirigir el semanario El País Valencià y presidir el Partit Valencianista d’Esquerra antes de huir de su tierra y embarcarse en el Stanbrook rumbo a Orán. En la otra foto también sonríe. Pero lleva abrigo tosco, sostiene un cigarrillo y está confinado en una compañía de castigo del campo de trabajos forzados de Bou-Arfa. Lo han forzado a construir el ferrocarril transahariano. Es un exiliado. Morirá en el exilio.
Por ejemplo Serafí Salort Ginestar.
Era maestro y era poeta. Escribía en valenciano y en valenciano enseñaba. En la foto tiene las pupilas encendidas. Seguridad, aplomo, ni rastro de miedo. Y tenía motivos. Por sus ideas tuvo que escapar. Francia, campo de concentración, el barco Sinaia y bienvenido a México. Allí ya no pudo ejercer de maestro. Sí que pudo, al menos, escribir el llibret de la primera falla plantada en México. Era el año 1945. En Paterna seguían los tableteos de la muerte. El hambre tiranizaba a un país. Y Serafí dedicó el llibret de falla a los vencedores de la guerra. Así los describió: “Posa en un plat, no molt net, dos unces de señoritos, un quilo de requetés, tres quarts d’unça de moritos. Macarrons, els que vulgues (no fan gust ni fan color); Falangistes que comulguen amb uns credos de retor, posa’n u, i en són massa; de ‘pas d’ànec’ un grapat, un trosset de carabassa (així són ell i el cunyat). Remena açò en un morter i, quan estigues cansat, tira el morter al carrer: a bon segur restes fart”. Es un exiliado. Morirá en el exilio.
Por ejemplo Gaetà Huguet Segarra.
Burgués, republicano y valencianista, tuvo que exiliarse en París y, después, sortear los bombardeos nazis y refugiarse en cunetas en Orleans.
Hay más nombres. Eduard Muñoz, Juli Just i Gimeno, Manuela Ballester, Alejandra Soler, Francesc Puig, Francesc Alcalà, Artur Perucho, Ernest Guasp, Manuel Uribarri, Emili Gómez Nadal, muchos más nombres de escritores, pintores, maestros, dramaturgos, periodistas, actores, poetas, caricaturistas, abogados, políticos, activistas y hasta el hombre que el 14 de abril proclamó la República en el ayuntamiento de Castelló.
Todos ellos –más que olvidados: ya casi desconocidos– los rescata un trabajo enorme. Se llama Exilis y es un proyecto interactivo de A Punt que han dirigido Elisa Ferrer, guionista audiovisual y novelista de prestigio en Tusquets, y el talentoso cineasta Fran Ruvira, que han convocado a académicos, historiadores, memorialistas, expertos en refugio y asilo. Todos hacen memoria de aquellos nombres hoy evaporados que estuvieron años y años atados a las cartas, su cordón umbilical con casa.
Encuentro en esta maravilla digital una carta manuscrita. Se la escribe Eduard Buïl a Josep Castanyer. “28 de març de 1941. Volgut Pepe: Recordes este dia? Dos anys que isquérem de la nostra terra. Fins quan? La història del teatre valencià està feta. El diumenge que pugues aprofitar el camió, vens i dinaràs amb mi i et llegiré l’esperpento. Que l’any que ve, tal dia com hui, estem en casa i haja acabat la nostra odisea. Un fort abraç de ton ver amic i paisà”.
Algún romántico mandaba las cartas a Valencia del Turia, Iberia. Mantenían vivas las utopías, como en un Good Bye, Lenin! del que no querían despertar mientras seguían lejos con sus Fallas, lejos con sus homenajes al Valencia Club de Fútbol, lejos con sus paellas de domingo y sus pasodobles llenos de melancolía, lejos con sus revistas y editoriales en el exilio, lejos con conciertos de Raimon y su acento de Xàtiva, rebelde y antifranquista, traído a México.
A todos ellos los veo con una maleta.
Una maleta que cerraron sin saber que no volverían.
Algo parecido –menos traumático– ocurrió con la despoblación de los pueblos que este septiembre van enterrando los espejismos del verano: vida, fiesta, niños.
Algo muy similar ha sucedido con la chica ucraniana que el otro día, en la playa de la Patacona, nos sonreía y chapurreaba el castellano de sus primeres meses en paz.
Algo semejante acaban siendo las maletas adheridas a la espalda de los repartidores inmigrantes que pedalean la avaricia de nuestros privilegios: cuerpo y prótesis capitalista, envuelto por un cinismo político que demoniza y banaliza ya no el mal, sino el odio. Qué peligroso es banalizar el odio al extranjero.
Una maleta; es poca cosa. Una maleta vieja, como de cartón duro o piel desgastada. No hay nada tan evocador y con tanta capacidad para almacenar penas y pesares. No hay nada tan alejado de una maleta tipo trolley con dos ruedas, tirador y una dirección de airbnb en el móvil.
Por eso, cuando cierre una maleta para viajar por placer –y este verano no lo he hecho– me gustaría acordarme de todos aquellos que se vieron arrastrados por una maleta. Lo sé: no solucionará nada. Pero al menos será un gesto de agradecimiento. Por aquellos que no pudieron volver y por los que ya no volverán.
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