Lujos y miedos
Ahora los nuevos caciques no disparan. Solo dicen que es una barbaridad que al lado del mar, en la Malva-rosa popular, haya pisos sociales, instituto y hospital.
Venir. Ella dice que lo ha dicho mil veces, y eso que ha dicho mil veces es no me quiero morir. Así de crudo: no me quiero morir. Se aprieta los dedos nerviosamente. Desvía la mirada del grupo que la rodea. Parece Proyecto Hombre; es Proyecto Parto, aunque lo llamen educación maternal.
Es el primer día. Nadie conoce a nadie. Mejor así. Más verdad. Cada una toma la voz y expresa su temor. Son preocupaciones que no aparecen en el CIS. Rararamente manchan periódicos. Jamás ocupan el debate político. Es la vida real, tan difícil de captar en la España de las piscinas y el postureo social; tan adherida al espíritu del toldo verde que hoy solo resta en hospitales, colegios y poco más.
El caso es que ella dice no me quiero morir y se hace el silencio. Dice que toda la vida ha sentido pánico al imaginar el momento del parto y que por eso hasta había pensado en adoptar: para evitarse el trago. Pero al final no, y aquí está, con la barriga llena de miedo. Un miedo incontrolable a parir. A la sangre, los gritos, las infecciones, las hemorragias; nueve meses con el nomequieromorir martilleando su cabeza y anulando lo demás.
Otras chicas expresan miedos parecidos con distinta intensidad. Miedo a que las cosas se compliquen. Miedo a no llegar al hospital. Miedo a los gritos que han oído salir del paritorio. Miedo a que te cambien al bebé nada más nacer. Y entonces otra chica habla.
Tiene las manos grandes, morenas y trabajadas. Es un poco mayor que el resto. Viene de Honduras. Allá tuvo a su primer hijo, y cuenta a las demás chicas del círculo que allá –siempre dice allá, un allá cada día más lejano en su mente, un allá invisible en los catálogos de parto que ofrecen piscina, parto de pie, con música y velas– que allá o pares o pares. Sin epidural. Y que hasta la insultan a una en el parto si grita, como a ella le pasó.
Aquí dicen que ya no caben más menores inmigrantes. Que nada de repartir.
Allá hay muchas preocupaciones tangibles que relegan el miedo.
A veces el miedo es un lujo.
Marcharse. Se fue sin venir Bertín Osborne mientras sonaba el novio de la muerte de la Legión: metáfora de un tiempo que pasará y tal vez apenas deje surco en la memoria colectiva de la ciudad. Animal de records, lent i trist animal, escribía Estellés al evocar l’Albereda de València en la Fira de Juliol y les carcasses obrint-se en el cel de la fira. El aroma de aquel tiempo, un paisaje melancólico con represión al fondo, reverbera en el último disco de Pep Gimeno, Botifarra. Algún día se reconocerá más el proyecto cultural que ha levantado el cantante de Xàtiva, que explotó en 2006 en una noche veraniega de la Fira d’Agost: ya es mayor de edad el fenomen Botifarra.
Hay dos canciones de su último disco con regusto a miedo y a hoy. Una –El casino principal— habla de un casino de La Habana donde se juntan valencianos que esperan algún día regresar a la terra. Exiliados de una guerra de odios que este presente de trincheras banaliza. Heridos del alma que se marcharon con una branca d’espígol en la mirada y un deseo ardiente por volver. Pero se lo impedía el miedo. Al menos entonces nadie ensuciaba la palabra libertad y quedaba limpia en un 14 de julio como hoy.
La otra canción –La Dansà de Teranyina– habla de cómo otros miedos acabaron con la vida de seis jornaleros que se enfrentaron a los caciques de la Pobla en 1919 mientras Teranyina escapaba camino a Francia y moría solo y lejos de casa.
Ahora los nuevos caciques no disparan. Solo dicen que es una barbaridad que al lado del mar, en la Malva-rosa popular, haya pisos sociales, instituto y hospital.
A veces el lujo da miedo.
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