Conejos
Solo el 10 % de la población española se considera clase trabajadora. Escondemos la identidad. No está bien visto ser trabajador. Presumir de orígenes humildes sí
Aborto. Se llamaba Concha y necesitaba abortar. Tenía veintinueve años, cinco hijas, mucho agobio y nada de dinero. España, que aún no era Europa, no permitía el aborto. Algunas chicas iban a Londres. Esa opción no existía para Concha. Era verano. Ella estaba en el Perelló, en el apartamento familiar de su padre, y le dieron un contacto: abortos clandestinos en València.
Primer obstáculo: cómo llegar a València. Tenía el carné, pero no recordaba conducir. Se puso a hacer prácticas con una amiga en un 127 amarillo. Aquello funcionó.
Segundo obstáculo: el dinero. Su marido no quería que abortara. Su hermana no podía prestarle el dinero porque necesitaba la autorización de su marido. Solo le quedaba su padre. Acudió a él. El hombre vendió los conejos que criaba y acabó de juntar los billetes.
Ella, valiente, se montó en el 127. Sola. Sin nadie. Dejó a las cinco niñas con aquella amiga que la había enseñado a conducir y le guardaba el secreto. A la hija mayor, de nueve años, le pidió que cuidara de sus hermanas –de ocho, siete, cinco y un años– si a ella le ocurría algo. Así llegó, al volante, hasta la plaza del Xúquer. Había varias parejas sentadas en los bancos. Disimulaban. Esperaban. La persona de enlace se les acercó y les dijo que tenían la sospecha de que estaban vigilando el piso clandestino donde se practicaban los abortos ilegales. Se iba a suspender la cita. Concha se agobió. No podía volver al Perelló sin solucionarlo. No podía seguir con ese embarazo en su útero y en su mente. Propuso que fueran a su casa. Que lo hicieran allí, en su piso de València, vacío en esos días del verano. Allá se fueron. Eran cuatro mujeres. Tendieron una sábana encima de la mesa del comedor. Allí, donde comían y bebían, abortó Concha. A pelo. Era noche cerrada cuando regresó al Perelló, tan lejos de Europa.
Trabajo. Se montaban en el autobús y decían adiós por la ventanilla. Marchaban a Francia, a la vendimia. No sabían cuánto costaba un franco ni cómo podrían entenderse con los franceses. Pero se subían al autobús, qué remedio. Les esperaba un largo viaje en un tren desvencijado. Eran los días del final del verano, pero no había lugar para melancolías ni últimas tardes con Teresa. Miles de valencianos siguieron ese duro camino, especialmente en los 60, en los 70, en los 80. Llegaban allí, y entre sacos de paja para dormir y todas las horas para trabajar, de repente descubrían Europa: las mujeres distintas, la libertad en el baile, la ausencia de miedo. No hacía falta el Erasmus ni el turismo lowcost: descubrían Europa a base de doblar la espalda e hincar las rodillas y mirar. Una vida dura. Hoy, solo el 10 % de la población española se considera clase trabajadora. Escondemos la identidad. No está bien visto ser trabajador. Presumir de orígenes humildes sí, pero ser trabajador no. Suena a fracaso. Trabajar: fracaso. Una victoria mental del peor neoliberalismo americano que ha colonizado Europa.
Exilio. Manuela Ballester tuvo que salir de València por una Europa enzarzada en odios. El exilio fue su patria. Durante toda su vida y más allá se la ha llamado la mujer de Renau. Fue mucho más. Pintora, ilustradora, cartelista. Ahora, La Nau le dedica en València la primera exposición integral de su vida. Casi cuatrocientas obras y documentos. Brilla, por su especial simbolismo, un cuadro. Se titula Recuerdo de Valencia. Una mujer da la espalda a un mar con barcas en la playa. Ballester, que pintó ese óleo sobre tabla en el fatídico año de 1939, tardaría décadas en volver a ver ese mar, su tierra. Le esperaba México, Berlín oriental, todos los surcos del exilio errante que motivó una Europa secuestrada por el fanatismo y la intolerancia.
A veces han sido unos conejos.
Otras veces, las uvas de una ira de miseria.
Incluso un simple cuadro.
Hay muchas Europas íntimas que trascienden las urnas. Pero todas acaban lastradas, o salvadas, por ellas.
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