La tasa turística: entre el postureo y el negacionismo
Quedarse a mitad camino no sirve de nada, está comprobado. Taparse los ojos y negar la realidad tampoco,
El debate sobre la tasa turística lleva con nosotros más de veinte años, cuando se puso de actualidad al aprobar Baleares su implantación bajo el nombre de ecotasa. Entonces, como ahora, se encontró con la feroz y cerril oposición del sector hotelero, así como con la promesa de derogarla por parte de quien era entonces ministro de Medio Ambiente y luego fue presidente del Govern balear, Jaume Matas. Al cabo de poco más de doce meses en vigor, y tras el cambio político de 2003, el ejecutivo autonómico la suprimió.
Tras casi dos legislaturas discutiendo sobre ello en el País Valenciano, finalmente el Botànic llegó a un acuerdo de mínimos sobre la tasa turística. El frente de sus detractores incluía figuras destacadas del propio Consell, quienes se manifestaron públicamente en contra de la tasa, en un claro ejercicio de deslealtad institucional. También se escucharon las voces de quienes aducían que, pese a que la tasa podría tener efectos positivos, “no era el momento”. Y luego estaban quienes la visualizaban como una muy electoralista panacea que nos inundaría de dinero y solucionaría todos los problemas asociados al turismo.
El Botànic escogió la peor de las opciones: implantar de palabra —pero no de facto— una tasa de poca enjundia, cobarde y raquítica, que le reportó críticas externas, agrias discusiones internas y cero rédito político. En la argumentación de su defensa se cometió además un error gravísimo: asegurar que la tasa no cambiaría nada. Que todo seguiría igual. No se cuestionó en ningún momento el modelo turístico, profundamente insostenible y con un extraordinario y muy negativo impacto ambiental, social y económico. ¡Pero si justamente lo que necesitamos es superar este modelo!
Ahora el Botànic es historia, y el Pacto del Odio firmado por PP y Vox ha colocado a negacionistas de la ciencia y activistas contra el bienestar humano y animal en las instituciones valencianas. También a la patronal turística y hotelera, Hosbec, a la que le ha regalado una consejería entera. A todos ellos les da igual que el 80% de los residuos de las playas mediterráneas sean producidos por turistas. Que estos entorpezcan la movilidad y saturen el transporte público, destrocen el mercado de alquiler, homogenicen las ciudades, impidan el descanso del vecindario. Que el turismo se concentre en zonas con sequía y en época estival, y que además los turistas utilicen entre el doble y el cuádruple de agua al día que los habitantes de ese lugar. O que muchos de ellos hayan llegado en avión, el modo de transporte que más contribuye al cambio climático (la industria turística mundial, cabe recordar, emite el 8% de los gases de efecto invernadero).
Quedarse a mitad camino no sirve de nada, está comprobado. Taparse los ojos y negar la realidad tampoco, porque al termómetro no le importa lo más mínimo el analfabetismo científico, militante y orgulloso, de buena parte de los representantes institucionales del nuevo Consell.
La crisis ambiental no sólo degrada las condiciones de vida para quienes aquí vivimos, sino que está provocando que nuestro territorio, extremadamente vulnerable ante los efectos del cambio climático, deje de ser atractivo para los foráneos, como ya indican diversos estudios e informes. ¿Quién querrá venir a un destino sin el amor propio suficiente como para exigir una pequeña contribución económica e invertirla en mejorar el bienestar de sus habitantes y visitantes? Seguro que la nueva consellera de Turismo conoce el dicho de If you pay peanuts, you get monkeys (Si pagas con cacahuetes, obtendrás monos). Si el País Valenciano ofrece arena sucia, playas menguantes, temperaturas asfixiantes, aire irrespirable, calles colapsadas, un mar ardiendo, marjales degradadas y cero propuestas para solucionarlo... ¿quién vendrá?
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