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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Fascismo en el tren de Cercanías

Me quité los auriculares y me fijé en un hombre de aspecto rudo, de unos 60 años, que miraba con desdén hacia otro señor de origen magrebí

Jordi Sarrión i Carbonell
Un tren de Cercanías de Renfe en Valencia.
Un tren de Cercanías de Renfe en Valencia. JORDI VICENT

Hace algún tiempo, estaba en el tren de Cercanías volviendo a Xàtiva desde la Estación del Norte. Por un momento, me quité los auriculares y me fijé en un hombre de aspecto rudo, de unos 60 años, que miraba con desdén hacia otro señor de origen magrebí. “España ya no es lo que era: está llena de chusma, de moros y de gitanos como tú”, gritaba. Mientras, levantaba su mano derecha con saña, como quien saca una ristra de ajos para protegerse frente a un vampiro. Tras varios intentos, y ante la indiferencia más absoluta de los allí presentes, el señor se bajó en Benifaió-Almussafes. Me entraron ganas de reaccionar y confrontarlo. En aquel momento, me vino a la cabeza una frase de mi abuela Maruja. “No hay mayor desprecio que no hacer aprecio, Jordi”. Acto seguido, el señor al que habían insultado y yo nos sonreímos, y quitó su mochila para que me sentase a su lado.

Después de aquel día, me puse a reflexionar sobre el tema. Ese señor que reaccionó con odio ante el “otro” (el “inmigrante”) era incapaz de entender la heterogeneidad de una sociedad que ha cambiado de manera vertiginosa en los últimos años. Alguien que siente que ha perdido el control sobre la realidad que le rodea. En él no vi a una persona mejor ni peor que yo: vi a una persona cegada por el resentimiento y la intolerancia, alguien que percibe al diferente como un enemigo al que hay que exterminar y borrar. Esta puede parecer una anécdota sin importancia, pero es en lo cotidiano donde se transforma el sentido común de las sociedades. En palabras del politólogo Antoni Gutiérrez-Rubí, “los pequeños odios diarios son los que alimentan la insaciable sed de venganza”.

Y es que claro, esta gente tiene una visión de España tan pequeñita que les sobra más de la mitad de la población: los inmigrantes, la comunidad LGTBI, las feministas… E incluso los valencianoparlantes. Y, contra esto… ¿Qué podemos hacer? En la mayor parte de los casos nuestras respuestas son el odio, el estigma y la criminalización. Creo que, en definitiva, acabamos confundiendo a quienes crean el odio desde las instituciones con quienes acaban comprando su pack de valores, impulsados por el anonimato y el odio digitales. Me pregunto si no sería mucho más útil dejar de estigmatizar y comenzar a tratar de apelar a su sentido común. Me pregunto si todavía estamos a tiempo. Antes de que las simientes del fascismo sembradas en las instituciones valencianas y españolas terminen de germinar en nuestra sociedad como les ha ocurrido a los italianos. Povera Patria, que cantaba Battiato.

Me pregunto si seremos capaces de dirigirnos a todas aquellas víctimas de la globalización que encuentran su único horizonte en la batalla entre el último y el penúltimo, porque ya han perdido todo atisbo de esperanza en un mundo mejor. Lo que tengo claro es que solo si, frente a la comunidad cerrada y pequeñita de los intolerantes, somos capaces de construir una comunidad en la que incluso aquel señor que gritaba en el Cercanías pueda sentirse incluido, podremos vencer al odio. Si caemos en su trampa, a gritar fuerte no les vamos a ganar. Y es desde lo cotidiano, desde lo local y desde cada barrio desde donde podemos transformar este sentido común. La agenda es simple: consolidación de derechos laborales, ruptura con la agenda neoliberal, recuperación de los estados del Bienestar y defender la alegría como un destino, como escribía Benedetti, “del fuego y de los bomberos”. De esos pirómanos que solo triunfarán si consiguen que el mundo arda. No les demos lo que quieren.

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