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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Maestros valencianos

Mi madre Paloma siempre ha sido de esas maestras ‘guays’ y modernas que los de la clase de al lado envidiaban

cambios bachillerato
Cristina Peris, profesora de Filosofía y directora del instituto público de Albal, Valencia, atiende a unos alumnos.KIKE TABERNER

Siempre he vivido rodeado de maestros. De los cinco hermanos de la familia Carbonell, dos de ellos decidieron convertirse en maestros, hastiados de ver a su padre empresario aparecer en casa a las tantas de la noche. Así, mi tío Ricardo y mi madre Paloma siempre han sido los maestros de la familia. A principios de los 2000, apenas siendo un crío, vi de cerca lo complicada que es la vida para algunos maestros, criándome en lugares diferentes en función de dónde le tocaba a mi madre aquel año, ya que todavía no había aprobado la oposición. Crecí, mi madre aprobó su oposición y atrás quedaron aquellas cenas con mi padre y aquellas llamadas a mi madre antes de irnos a dormir.

Mi madre Paloma siempre ha sido de esas maestras guays y modernas que los de la clase de al lado envidiaban. De las que quiere que los alumnos descansen por las tardes y siempre se esfuerza porque los niños y las niñas vayan al colegio con una sonrisa cada día. “Lo importante es que vengan motivados para aprender”, me ha dicho siempre. Ya en el instituto, me di cuenta del poder transformador que tenía la educación por primera vez. Mientras veía cómo aumentaban y aumentaban las ratios y éramos 35 en clase, mi madre salía a protestar con su camiseta de la marea verde por la Avenida de Blasco Ibáñez de València.

Otra de las personas que me enseñaron el valor de la educación pública fue mi profesor de Historia. Lo enterramos el otro día; murió de un infarto cuando apenas se acababa de jubilar. Si cuando estudiaban mis padres los profesores daban una buena torta a los alumnos díscolos, profesores como Vicente nos ponían películas en el pen cada semana a quienes nos habíamos quedado con ganas de seguir aprendiendo, y mi mejor amigo y yo las veíamos el fin de semana. A veces, lo pienso y ojalá le pusiesen su nombre a mi instituto, por aquel hombre que pasó toda una vida dedicado a la educación de tantas generaciones de personas en mi pueblo. Personas a las que enseñó que un pueblo que no conoce los errores de su historia está condenado a repetirlos.

De la educación de crucifijo y Cara al sol de mis padres a la de mi profesor Vicente hay una diferencia abismal. Pero, a pesar de ello, la historia de nuestra generación también es la de los barracones y las ratios altísimas. Recuerdo aquel día que a mi madre le tocó en el colegio de Anna, el pueblo de al lado. Cuando mi madre llegó a aquella escuela, los niños todavía estudiaban en barracones, pasando frío en invierno y mucho calor en verano, y llenándose de barro cuando llovía. A los dos años, en aquel lodazal había una nueva escuela. También recuerdo aquel 2015 en que fui voluntario en un banco de libros de texto en mi pueblo, y cómo me llamaron al año siguiente para decirme que, con el programa Xarxa Llibres, no haría falta el trabajo voluntario de tantos para asegurar que nadie se quedase sin poder comprar un libro de texto.

A veces, intentan hacernos creer que la política son personas y partidos, y todas sus luchas de poder. Pero, como dijo un día Evita, la política no es más que el arte de conquistar nuevos derechos donde existen necesidades. En la Comunidad Valenciana, desde la entrada del Botànic en 2015, hemos pasado de 66.000 a 78.500 profesores, de 8.800 alumnos en barracones a 2.270, y de 16.000 alumnos con libros de texto gratuitos a medio millón. Algunos insisten en que, como decía Thatcher, “no existe alternativa”, pero la vocación y la lucha de maestros de la pública como mi madre nos demuestran una vez más que la educación es el arma más poderosa de una democracia. Y, que si existe la utopía es, precisamente, para caminar.

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