El verano ya no es lo que era
La primera víctima del cambio climático no ha sido el oso polar, sino la rebeca de entretiempo
La primera víctima del cambio climático no ha sido el oso polar, sino la rebeca de entretiempo. Esta prenda de ropa, que debe su nombre a la película de Hitchcock y que tantas personas asocian con Joan Fontaine, va camino de convertirse en un anacronismo climático. En un año —otro más— de extremos y récords, el cambio que lleva décadas experimentando nuestro planeta se refleja cada vez más en una cotidianeidad que se transforma y muta de forma desordenada, obedeciendo únicamente al ritmo frenético de los termómetros. El verano ya no es lo que era.
Tras doparse con una atmósfera rebosante de gases de efecto invernadero, ha ocupado páginas del calendario que no le pertenecen, manchándolas de mercurio desbocado. En el territorio valenciano la estación estival dura ahora cinco semanas más que cuando se aprobó el Estatut d’Autonomia, en 1982. Cinco semanas son muchos días, más de un mes, con temperaturas anómalas; noches tórridas que nos impiden dormir y días pesados, en los que únicamente pensamos en evitar derretirnos. Ventanas abiertas, ruido de coches, mosquitos impertinentes. Ahora, además, pasamos de los paraguas vueltos del revés por la tormenta a la manga corta empapada de sudor, y de aquí unos meses nos sorprenderá de nuevo el invierno tras las bromas recurrentes sobre el veroño.
Hablamos mucho de la mitigación del cambio climático (cómo evitar la emisión de los gases de efecto invernadero) y poco de adaptación (cómo lidiamos con las nuevas condiciones ambientales). Quizás porque algunos lo ven como una derrota, como una bajada de brazos, la prueba de que no podemos hacer nada y sólo nos quedaría amortiguar el golpe. Quizás porque creen que nada de lo que hagamos servirá, o que no es tan grave, o que esto es una gráfica mal trazada por cuatro científicos conchabados. Se equivocan. Ojalá fuese un error estadístico, pero lo cierto es que un Excel con las columnas desalineadas no derrite glaciares, confunde pájaros y seca embalses. Taparnos los ojos quizás nos sirva para olvidarnos momentáneamente de los cambios que ya podemos detectar en nuestro entorno, pero no borra la realidad que nos espera cuando los abramos de nuevo.
El futuro debería ser un lugar incierto, no hostil. Tenemos algunas pistas de cómo será, también de qué podemos hacer para que no se cumplan los peores pronósticos. Pero el presente ya ha cambiado. Lo podemos ver sin necesidad de satélites espaciales o expediciones polares. En el camino de la adaptación habrá renuncias, sí, pero también victorias, como ciudades y pueblos más verdes, más humanos, inclusivos y vivibles. Pero nada de ello sucederá si seguimos haciendo como si no pasase nada.
Suelo empezar mis charlas con una fotografía en blanco y negro de unos niños sonrientes. Tienen unos diez años y están jugando, refrescándose al lado de una boca de incendios. Es Texas en 1950 y, en el pie de foto, el autor del artículo escribe que “quizás piensen que hace mucho calor, pero con una gran probabilidad estos niños vivirán en un mundo mucho más cálido del que jamás conocieron sus abuelos”. Ese mundo es ya, es hoy. Es ayer.
Esos niños, que nacieron alrededor de 1940 (el año en que se estrenó Rebeca), hoy día apenas tendrán ocasión de usar la chaqueta de punto que se hizo popular a raíz de la película, y seguro que hace tiempo que se quitan el sayo mucho antes del 40 de mayo. Adaptarnos implica reconocer lo que hemos perdido: más de 1,3 °C que ya no veremos enfriar jamás, varios centímetros de un Mediterráneo que ahora lleva tacones de aguja. Y, asimismo, reconocer que la batalla se libra también en el presente.
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