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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El futuro pretérito del PP valenciano

La operación por control remoto para renovar el liderazgo retrasa el reloj del partido unos 30 años

Carlos Mazón, con la mano alzada. A su izquierda, el presidente del PP, Pablo Casado e Isabel Bonig en el congreso de Alicante.
Carlos Mazón, con la mano alzada. A su izquierda, el presidente del PP, Pablo Casado e Isabel Bonig en el congreso de Alicante.Joaquín Reina (Europa Press)
Miquel Alberola

Los pasos que el PP valenciano da hacia adelante después de la debacle de 2015 le arrastran hacia atrás. El rumbo hacia un supuesto futuro le devuelve a un indudable pasado. No sabría decir si ese estado está en el territorio de la paradoja o del oxímoron (quizá fuera necesaria la mano del doctor Cavadas para cortar lonchas tan finas). En cualquier caso, esa es la trayectoria que describe la operación en marcha para renovar su fatigado cartel. No (re)funda sobre los escombros, los reconstruye con la misma regla. La arquitectura corre a cuenta de su matriz (lo que todavía se conoce como Génova), que sigue dominando por control remoto desde Madrid los pasos de este proceso, retrasando el reloj unos 30 años. Y con ello, negando potestad y capacidad a su organización en la Comunidad Valenciana para resolver sus asuntos sobre el terreno, la proximidad y la igualdad de oportunidades.

El estilo y la indiferencia abrasiva con los que Génova aparta y castiga a Isabel Bonig (la ya apenas líder de los populares valencianos) desentierra el trance que sufrió en la primera mitad de los noventa Pedro Agamunt, entonces líder de la derecha indígena. El método persiste, desenmascara la pantomima de las primarias, se vuelve identidad y lanza el aviso de que por encima del teatrillo regional hay una inapelable infraestructura de distribución de decisiones sin más margen que el acatamiento. Lo de ahora moderniza lo de antes. Lo de antes envejece lo de ahora: el pasado es el futuro. Con las salvedades que corresponda hacer. Y la primera, que con Agramunt el partido estaba en fase ascendente (no estaban en juego los resultados), como se demostró en 1993 cuando se puso por delante del PSPV en las elecciones generales.

No es la situación que vive ahora el partido con Bonig, cuya prioridad, desde hace seis años, ha sido tratar de aguantar los cascotes en pie para evitar una sepultura por derrumbe. Tampoco la derecha ahora es un bloque granítico (el vigor de Unión Valenciana en aquel momento era supracomarcal o, siendo generosos, provincial). La vida ha transcurrido, no obstante, y el escenario se mueve sin parar e interactúa con la obra que sobre él se representa. Pero lo sustancial es que el liderazgo de los populares, ahora como entonces, no surge de abajo a arriba (como sería natural y contemporáneo), ni si quiera en horizontal, sino en verticalidad inversa, es decir, de Madrid a la Comunidad Valenciana. Con todo el maquillaje que se quiera embadurnar la próxima representación congresual.

Agramunt, como ahora Bonig, también fue tumbado desde arriba, si bien con los empujones del sombrío oráculo mediático de abajo. Cayó para dejar pista a “un político kennedyano”, que fue el primer envoltorio con el que se rebozó a Eduardo Zaplana, quien había llegado al Ayuntamiento de Benidorm mediante una transacción con una concejal socialista (ocultada mientras tanto en el hotel de un casino en el que era directivo alguien que luego sería consejero y más cosas). A Agramunt no le valió de nada haber pilotado el resurgimiento de la alternativa a los socialistas desde las organizaciones patronales que presidía (la gloriosa cumbre de Orihuela) ni dejar la Generalitat al alcance. A partir de ahí entró en el carril de desaceleración, marcando un itinerario cuyo destino principal era el área de descanso del Senado (o lo que don Emilio Attard designaba como “un cine de reestreno”.

Pablo Casado ya ha arrastrado a Bonig a ese mismo callejón para colocar al frente del PP valenciano al actual presidente de la Diputación de Alicante, Carlos Mazón (¿otro político kennedyano?), a quien Zaplana encauzó en los cargos públicos y que, como un clon sustanciado y amamantado en el caldo primordial de la Administración, imitó a su mentor en el mohín, el verbo y el atavío. Incluso sigue sus pasos incitando mociones de censura con tránsfugas para recuperar alcaldías para su causa (¿hasta dónde llevará el calco?). Pero Zaplana tenía expedito el camino hacia la Generalitat, una perspectiva que lo clavaba sobre el pedestal orgánico. Mazón no lo tiene (tampoco Casado) y de momento estará pegado con saliva sobre un envite, trabado con Murcia y Génova, al albur de que las autonómicas de Madrid propicien un cambio de ciclo en España y la onda expansiva lo lleve en andas al Palau de la Generalitat.

Si no sucede, la decepción avivará una ambiciosa generación de jóvenes sin incómodas mochilas dispuestos a arrollarlo. Pero eso es el futuro y ahora vamos hacia el pasado. Y ahí surge Francisco Camps como De entre los muertos (Hitchcock) para reclamar desde la banda un papel en el escenario. Para señalarse el torso de la camiseta con los pulgares celebrando un resultado en la recta final de un purgatorio cuyo desenlace aún no está escrito. Para exigir la indemnización por su martirio y su hornacina en el santoral. Para exhibir la pulcritud de sus mortajas e hinchar la sábana espectral con el hiperbólico bulto de munícipe hibridado por el Marqués de Campo y Rita Barberá. Para echar una mano en el túnel del tiempo y devolvernos, solapado en el glamur de su ensueño, el tufo de lo que se cocía en la trastienda de los entornos que presidía, mientras el nuevo delfín aprendía sus primeros chapuzones en las embarradas aguas de Brugal y el estanque efervescente del empresario que tuvo a los populares alicantinos en el bolsillo (Enrique Ortiz).

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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