Me casó Thom Yorke (pero él no lo sabe)
Cómo Radiohead, una banda contracultural, se convierte en masiva para agotar 360.000 entradas en solo 30 minutos


Me casó Thom Yorke. Pero él no lo sabe. Fue en 2017, durante un concierto de Radiohead en Manchester, cuando le di el anillo a mi mujer, Marta. Sonaba ‘Everything in Its Right Place’ y lo que comenzó como un momento íntimo dentro de la multitud se convirtió en una pequeña multitud íntima: las personas a nuestro alrededor se percataron de la situación y se sumaron al festejo con abrazos y fotos. Tenía sentido para nosotros este tipo de celebración: nos habíamos conocido gracias a un concierto de Radiohead nueve años antes en Barcelona. Lo que no sé si tiene demasiado sentido es cómo Radiohead —una banda contracultural, tildada despectivamente de ‘freak’ y depresiva— se haya convertido en un fenómeno masivo. Después de siete años sin conciertos, agotaron cerca de 360.000 entradas para 20 conciertos en cinco ciudades diferentes en solo 30 minutos. La primera: Madrid, donde se estrenan el 4 de noviembre para repetir los días 5, 7 y 8, siempre en el Movistar Arena.
Me topé con Radiohead a mediados de los 90. Todavía con la resaca de Nirvana, en pleno apogeo del Britpop —ahora resurgido gracias al karaoke mundial que han montado los Gallagher, más hambrientos de pasta que de fama—, mi mejor amigo Campa trajo a nuestras sesiones de música a The Bends (1995), segundo disco la banda de Oxford, después de que parecían condenados a llevar la etiqueta de one-hit wonder con Creep (Pablo Honey, 1993), más tarde aclamados por la crítica a OK Computer (1997).
Ocurrió que mientras Oasis no podía (o quería) escapar de la imitación (o el homenaje) a The Beatles y Damon Albarn (Blur) se reinventaba con Gorillaz, Radiohead se reivindicaba entonces como un grupo generalmente alérgico a la fama, a veces insoportablemente rígido en su relación con la industria, sorprendió con Kid A (2000) y Amnesiac (2001): una evolución total de su música, un disco de sonoridad electrónica inspirado en el krautrock (la banda alemana Can), el free jazz (Ornette Coleman) y un hip-hop más abstracto y experimental (DJ Shadow).
Radiohead evolucionaba; sus etiquetas, no. “¿Por qué tenemos que escuchar tu miserable desolación sobre lo mierdosa que es tu vida?”, se quejaba Noel Gallagher. Thom Yorke ni se inmutaba. De hecho, hasta le contestaba sin contestarle: “Sabes que estás en problemas cuando la gente deja de escuchar música triste, porque en el momento en que lo hacen, ya no quieren saber nada más; se están desconectando a sí mismos”. No parece una romantización de la tristeza, sino más bien una fuerza introspectiva, quizá hasta necesaria para purgarse. A Yorke sí le sorprendió, en cambio, que Radiohead llegara al Billboard Hot 100 con la canción Let Down (1997). “Se lo conté a mis hijos, de 18 y 21 años, y ellos dijeron: ‘¿Qué esperabas? Los adolescentes están deprimidos. ¡Es música deprimente!’”, comentó el líder de Radiohead en una entrevista con The Times.
En la mañana del concierto de Manchester en 2017, mi mujer y yo salimos a caminar por la ciudad. Mi estimado Lu Martín me había recomendado visitar una tienda de discos, Piccadilly Records. La conversación con el dependiente, un fan del City, giró en torno a Radiohead. Me contó que Colin Greenwood, el bajista, acababa de marcharse —“Unlucky, mate,” me soltó— llevándose cerca de 30 discos, la mayoría de música africana. También me habló de la influencia de The Smiths, banda de Manchester, en Radiohead —se dice que Yorke eligió al guitarrista Ed O’Brien por su parecido con Morrissey— y de cómo los muchachos de Oxford habían inspirado a otras bandas inglesas como Coldplay o Muse.
Hoy el algoritmo, ese poder actual que ya no reprime sino que seduce hasta monopolizar nuestras ideas, coloca a Radiohead junto a los seguidores de Coldplay y Muse. Algo con lo que Yorke no parece simpatizar. “‘Si te gusta esto, te gustará esto’, y luego te sugieren a… Muse”, analizó, con ironía, el líder de la banda de Oxford. No era la primera vez que Thom Yorke desafiaba a los tiempos modernos. Como recuerda Jonathan Dean en The Times, hizo apología del libro anticapitalista de Naomi Klein, No Logo, pero también Radiohead se animó a desafiar a la industria en un momento en que se enlazaban las Napster, Kazaa y eMule, plataformas para compartir archivos, panacea de la piratería, al lanzar gratis In Rainbows (2007).
Pero resultó que un año antes se había creado Spotify en Suecia. Su intento de rebelión tuvo un efecto traicionero para Radiohead: hoy tienen 40,7 millones de oyentes mensuales. Sus cohortes en el Britpop, menos: Oasis suma 27 millones y Blur, 10.5; entre sus herederos, convertidos en némesis, Coldplay llega a los 91 millones y Muse apenas llega a 19. Con permiso de Damon Albarn, ninguno persigue el mismo fin que Yorke, Jonny Greenwood y compañía. Mientras Radiohead busca el arte, Coldplay se aferra al entretenimiento. Pocos ejemplos mejores que las ñoñas interacciones de Chris Martin con el público, viralizada la de la pareja de infieles cazados al vuelo por la Kiss Cam en un concierto en Boston el pasado agosto.
El concierto de 2017 fue en Old Trafford Cricket Ground, una excepción que hizo la banda (no acostumbra a tocar en estadios) después de que se suspendiera la doble fecha que tenían prevista en el Manchester Arena, también en julio del mismo año. Fue el único recital que Radiohead dio aquel año en Inglaterra. Y los ingleses los esperaban: en un bar entre el campo de fútbol (Manchester United) y el de críquet (Lancashire County), se congregaron decenas de personas cuatro horas antes del show. ¿La previa? Mucha birra, mientras por los parlantes sonaban los discos de Radiohead, desde Pablo Honey (1993) hasta A Moon Shaped Pool (2016). ¿El post? Ya no centenares, sino miles de tipos y tipas, caminando por una calle que no encontraba huecos libres. Levantaban sus brazos y entonaban el himno de despedida, el mismo con el que Radiohead había bajado el telón: “For a minute there, I lost my self, I lost my self (Karma Police)”. Parecía un concierto de ingleses para ingleses, con algunos infiltrados como nosotros, sin postureo ni estridencias.
No sé si pasará lo mismo en Madrid la próxima semana. Nunca me había ocurrido —siempre había comprado entradas para Radiohead con excesiva facilidad—, pero esta vez me estresé intentando conseguir unas para las que había que inscribirse con varios días de antelación, esperar un código y volver a registrarse para comprarlas. Según un amigo, fui un boomer que logró vencer al sistema. Me consta que muchos fans de Radiohead, como tantos otros melómanos, se quedaron fuera. En cambio, otros —catalogados, según mi admirado periodista Iñako Díaz-Guerra, como “intrusos buscando algo de lo que presumir ahora que ir a conciertos es el ir a Pachá de los 90”— estarán en el Movistar Arena.
Las marcas dejaron de vender productos para vender experiencias. O, peor aún, estilos de vida. Y la música no es la excepción; ni siquiera Radiohead puede escapar. El patio está al servicio de la cultura del like, ya no solo importa parecer antes que ser, sino que predomina el estar antes que disfrutar. Y estos vampiros del like no se querían perder a los cools de Radiohead: una banda contracultural que acabó convertida en lo cultural, idolatrada públicamente por actores como Brad Pitt y Leonardo DiCaprio, cineastas como Paul Thomas Anderson y Denis Villeneuve, y escritores como David Foster Wallace e Ian Rankin.
Habrá que ver, eso sí, cómo estos fundamentalistas de la felicidad lidian con la supuesta onda depresiva de Radiohead. Porque la alegría se escapa como si supiera que todo es una mentira; pero la tristeza, en cambio, se aferra como si conociera la verdad. Yo, por las dudas, estaré con Marta y nuestros amigos, los Sánchez, en Madrid. No llevaré a mis hijas, ya habrá tiempo y entradas (espero) para que las bautice Thom Yorke.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma






























































