‘Moby Dick’ en Viladrau
Lectura asombrada en el Montseny del poemario ‘Rapsòdia d’Ahab’, en el que Agustí Bartra redimió al capitán que perseguía a la ballena blanca llevándolo hasta el Turó de l’Home
Si la compañía en que pasas estos primeros días del año ha de marcar los meses por venir, la mía no puede ser más singular y premonitoriamente estimulante: el capitán Ahab de Moby Dick. Me he encontrado al personaje obsesionado con cazar a la ballena blanca, a cuyos múltiples significados se suma estas fechas el recuerdo níveo y estremecedor de las montañas de canelones, en dos libros muy distintos. Uno es Ahab’s Rolling sea, a natural history of Moby Dick, de Richard J. King (The University of Chicago Press, 2019), y el otro Rapsòdia d’Ahab, el precioso poema en catalán de Agustí Bartra (Barcelona, 1908-Terrassa, 1982), que he pillado en la edición de la colección Ausiàs March de editorial Vosgos (1976).
El ensayo de King, profesor de literatura marítima en Masachussets que lleva más de veinte años navegando y enseñando a bordo de grandes barcos de vela en el Atlántico y el Pacífico (que ya es curioso trabajo) y del que recordamos sus espléndidas monografías sobre el cormorán y la navegación en solitario, es una obra deliciosa sobre las ciencias naturales en la gran novela de Melville, que, subraya el autor, tenía un conocimiento muy exacto de la vida marina. Mientras que el libro de Bartra es una creación de insondable profundidad lírica y electrizante y rara belleza en la que Ahab resucita (!) y busca redención en el macizo del Montseny (!!). Imaginarán mi sorpresa y mi interés al descubrir que el capitán Ahab, al que he seguido (literariamente) por tantos mares remotos en la oscura singladura del Pequod y al que un día fui a buscar, esa vez sí personalmente, a la mismísima isla de Nantucket, que no queda precisamente cerca (a cien millas de Boston, una emocionante hora en avioneta), había estado de visita en mis predios de Viladrau. Me pareció un bonito detalle de reciprocidad.
He ido alternando pues la lectura de ambos libros (inolvidable el capítulo en que King identifica como una fregata al “halcón del cielo” que Tashtego clava en el palo mayor del Pequod junto con la bandera) con la relectura de pasajes de Moby Dick y de dos de mis libros de cabecera sobre la novela, la sintética y tan estimulante biografía de Melville de Elizabeth Hardwick (Mondadori, 2002, la acaba de reeditar Navona), y el indispensable Why read ‘Moby Dick’? (Penguin, 2011), de un viejo amigo, Nathaniel Philbrick, el autor de En el corazón del mar (Seix Barral, 2015), el libro sobre la tragedia del ballenero Essex hundido por un cachalote en 1820 (la historia real que dio la idea a Melville) y que dio pie a la célebre película de Ron Howard con Chris Hemsworth (como Owen Chase) y Benjamin Walker (George Pollard).
Philbrick, con el que sostuve una conversación impagable en el Museo de la Pesca de la Ballena, en Nantucket, junto a una réplica de cachalote usada en la película, recuerda que Melville pudo inspirarse para Moby Dick en el nevado monte Greylock que veía desde la ventana de su estudio en la granja que arrendó en los Berkshires (Apalaches) y donde escribió la novela. Así que la relación de la ballena blanca con las montañas, algo que puede sorprender inicialmente al leer el poema de Bartra, no es tan extraña. Yo en realidad a Bartra lo conozco por Sam Abrams, su gran estudioso y exégeta —y por cierto cada vez con más aspecto de capitán Ahab de las letras catalanas— y sobre todo por su hijo, Roger Bartra, cuyos libros, que mezclan literatura, antropología y estudio de los mitos me apasionan —en especial los dedicados a la figura del hombre salvaje y, recientemente El mito del hombre lobo (Anagrama, 2023)—. De Bartra padre me había leído su revisión de la Odisea (Odisseu), el espectacular y destellante Quetzalcòatl —la recreación del mito por el exiliado en México— y los versos de otros poemarios como La fulla que tremola, con poemas como Quan de mi finalment (“quan de mi finalment sols quedaran las lletres/ posades como ocells damunt els cables tensos”) o Deixant flors a la tomba de Rilke, que me recuerda a Àlex Susanna. Pero, pese a que sabía de su interés por la literatura estadounidense (tradujo al catalán a Emily Dickinson, en 1951, antes que Marià Manent) y lo que le había influido Walt Whitman, no sabía de la relación con Moby Dick, ni imaginaba cuánto me iba a tocar Rapsodia d’Ahab.
El libro, que arranca donde acaba Moby Dick, se abre con un poema que presenta al viejo capitán ahogado “fet de mort i somni” (aunque en la novela de Melville muere con solo 58 años y lo han encarnado en el cine actores en plenitud como Gregory Peck, con su aire de Lincoln, William Hurt o Patrick Stewart, Ahab siempre nos ha parecido un viejo profeta del mar con un aire del rey bíblico, de Lear y de Josep Maria Pou). Agustí Bartra lo retrata con su pierna de marfil, “ombra d’albatros al pit”, como una alma perdida vagando por los abismos submarinos tras su mortal encuentro con la ballena en los cazaderos del Pacífico ecuatorial cerca de las Marianas o las Marshall, donde se hunde el Pequod, y entregado a sus infaustos recuerdos con todo el mar como mortaja, “i els blanc icebergs conjuraba,/ i dormía maelstroms” (…) “i Moby Dick navegaba / dins el seus dos ulls de gel”. Muerto, el capitán aún vive espectralmente, “Ahab, capità eixut d’astre/ de somni i mort era fet”.
El poeta lo hace llegar a la deriva al Mediterráneo (se va acercando), donde dialoga con Ulises y suelta algunas frases tan maravillosas como “yo soy mi arpón” y se presenta como un Tamerlán del mar que ha lanzado desafiante sus hierros al cielo. Se suceden versos memorables: “Mai no será la vida la captaire dels somnis./ Oh els somnis! No són més que la febre de l’ànima” (…), “M’he fet fill de la nit. Tinc l’ànima nocturna”. Le sigue a Ahab una estela como espada de luna, sobre el mar insomne. Ahab y el mar, fraternales y antagonistas. Ulises es la primera etapa de su redención. El navegante griego le ayuda a ir subiendo desde las simas marinas, mientras Ahab va recordando episodios de la lucha con la ballena, y su propia muerte.Y así llegamos —tras un interludio poético en el castillo de Peñíscola, que me salto—, al Montseny, al que Ahab arriba de la mano de Soleia, “la chica de la lámpara”, la figura femenina arquetípica que aparece también en Rapsòdia de Garí (1972) y Rapsòdia d’Arnau (1974), con las que Rapsòdia de Ahab forma una especie de trilogía (Soleia). Con ella y una abigarrada troupe en la que figuran el Minotauro, la Patum, la tripulación ahogada (y lógicamente enfadada) del Pequod, incluido el pobre Pip, dando pasos de ballet, el “albatros negro” y hasta Pablo Neruda, el capitán asciende por un mundo feérico silvestre de esplendor vegetal (hierba, musgo, espigas, manzanos y las cerezas por las que clamaba Stubb durante el último ataque de la ballena), un mundo en el que lo terrestre figura como elevación y sublimación redentora de lo marino. La niebla se abre y aparece la Muntanya d’Amatista, el Montseny. Y Ahab marcha hacia “la cima blanca”, “el Cim de l’Home”, el Turó de l’Home, la montaña más alta (1.712 metros) del macizo, por encima de Matagalls y las vecinas Agudes, haciendo gala de una embriaguez poética digna de un vate homérico. En el camino lo imaginamos pasar por Viladrau cuando le canta una paitida, un hada, una ninfa acuática de la Font de les Paitides. Finalmente, Ahab llega a la cima donde alcanza la redención y donde queda engastado en su paraíso inmóvil como Arturo en Avalon o Federico Barbarroja en las montañas Kyffhäuser en Turingia.
“Bartra conocía bien el Montseny, su lugar preferido era el Turó de l’Home, por el sitio y por el significado del topónimo”, me explica Sam Abrams. “Adoraba a Melville y Moby Dick, pero no estba convencido del desenlace negativo de la obra, por eso su rapsodia la retoma para ofrecer una visión de redención”.
Embriagado de rapsodia, el martes cogí la bici (eléctrica) y, tras echar de paso un trago en el caño de la Font de les Paitides con su agua mágica como licor inspirador, subí rumbo al Turó de l’Home para encontrarme con Ahab. Pero a la altura del Coll de Bordoriol perdí fuelle (es lo que tiene pedalear en arrebato poético) y me detuve para rendir homenaje de lejos al capitán y al poeta. Mientras la niebla bañaba los pies de las Agudes y el Turó de l’Home y un rayo de sol doraba las cumbres, traté de visualizar al renovado Ahab encaramado en la cima, convertida en el reverso salvífico del funesto lomo de la ballena, que Melville compara precisamente con un monte nevado. “Ahab, Ahab, deixa la blava llunyania / pel jove or”, recité. Ah, capitán, mi capitán. Ahab en mis montañas, Moby Dick en Viladrau (¡ahí sopla!), ¡qué manera de estrenar el año y vaya presagio de maravillas por venir!
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