Un presidente previsible en un entorno inestable
Salvador Illa sintoniza con una parte importante de la ciudadanía que no quiere más sustos y que espera de los políticos que se dediquen a gobernar
En sus primeros 100 días como presidente de la Generalitat, Salvador Illa ha cumplido su promesa: normalizar la vida institucional y convertir la política catalana en algo previsible, sin sobresaltos. Lo ha conseguido con nota: no solo es previsible, sino que, comparado con la agitación que ha sacudido la etapa anterior, la política catalana se ha vuelto incluso felizmente aburrida. Illa sintoniza así con una parte importante de la ciudadanía que no quiere más sustos y que espera de los políticos que se dediquen a aquello para lo que han sido elegidos, gobernar. Para la otra parte, la que considera que sigue vigente “el mandato del 1-0″, el president socialista siempre será un impostor. Pero con eso ya contaba.
Por eso, en estos 100 días de gobierno, Illa se ha centrado en demostrar que las instituciones vuelven a funcionar, que el suyo es un gobierno de gestión, que trabaja con denuedo para recuperar las oportunidades perdidas y que su máxima prioridad es procurar el bienestar de los ciudadanos con la mejora de los servicios públicos. En esa agenda se inscribe la medida estrella de estos meses, el programa para construir 50.000 viviendas públicas en seis años, la activación de la Ley de barrios o la creación de una comisión ejecutiva —que no de estudio porque el diagnóstico hace tiempo que está hecho— para mejorar la sanidad pública.
Pero tan importante como la gestión ha sido la agenda simbólica. En estos tres meses, Illa ha hecho que el presidente de la Generalitat vuelva al desfile del 12 de octubre, ha normalizado su papel institucional en las visitas del Rey a Cataluña, ha asistido a los premios Príncipe de Asturias y ha anunciado una gira por las comunidades autónomas para explicar a sus presidentes el modelo de financiación singular para Cataluña pactado con ERC. Y algo más: ha recibido en el Palau de la Generalitat a Jordi Pujol, cosa que no habían hecho ninguno de los anteriores presidentes desde que el líder convergente reconoció que había incumplido con el fisco. Durante la campaña electoral ya había exhibido sintonía con Miquel Roca y se prodiga en guiños al empresariado. Deliberado o no, sus gestos, su lenguaje y su manera de liderar se parecen mucho a los que exhibía el Pujol de sus primeros gobiernos, cuando citaba a los países nórdicos como referencia para Cataluña.
Está claro que Illa quiere liderar una nueva etapa de la historia de Cataluña haciendo suya la principal ambición del viejo pujolismo: ocupar la centralidad, convertirse en el pal de paller de la política catalana. Para eso trabaja a través de la gestión, en el terreno simbólico y también mediante su política de fichajes en la Generalitat. Eso es justamente lo que pone nervioso a Carles Puigdemont. El problema de Illa es que su fuerza parlamentaria es tan exigua como la de Pujol en su primer mandato y depende de Esquerra y los Comuns para poder gobernar, justo cuando el partido republicano atraviesa su enésima crisis existencial. Y también de Pedro Sánchez, un presidente en situación de equilibrio inestable, que ha de negociar con el resto de las autonomías el modelo de financiación. Esa es la paradoja: Illa, el presidente más previsible, está al albur de factores absolutamente imprevisibles.
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