A gobernar
Solo hay una mayoría posible, la de izquierdas. Y dos opciones: negociar con exigencias y compromisos claros por las dos partes o dejar pasar los días entre rumores y especulaciones hasta que se imponga la repetición electoral
La política catalana está estancada en la provisionalidad, pendiente de cerrar el ciclo abierto en 2012 que tuvo su momento culminante en 2017. Los ciclos políticos acostumbran a definirse por hitos simbólicos. Y aunque pueda parecer paradójico, éste se podrá dar por cerrado en el momento en que Puigdemont, al que el aura del exilio ha convertido en icono de Junts y garante de su precaria unidad, regrese a casa. El marco escogido como escena del retorno fue el electoral. No le ha salido la jugada: no hay combinación parlamentaria razonable que le premie. Y ahora mismo su regreso —y no precisamente para gobernar— puede ser el acontecimiento que marque el fin de una etapa. Y por tanto la apertura de un período nuevo que, por mucho que algunos sectores del independentismo busquen consuelo en el lema “ho tornarem a fer”, no será una emulación del pasado reciente porque los hechos han alejado ahora mismo la hipótesis de la ruptura del horizonte de la ciudadanía catalana.
Éstas son las coordenadas desde las que hay que afrontar el momento postelectoral en el que nos encontramos y que cada día que pasa hay más razones (o sinrazones) para pensar que puede quedar en un efímero tránsito hacia unas nuevas elecciones, que me temo que sólo servirían para prolongar la interinidad. Hay que lidiar adecuadamente con lo racional y lo pasional. Y no es fácil en un momento en que los resultados obligan a pactos complejos —e incluso contra natura— tanto si se piensa en el eje nacionalista como en el eje derecha-izquierda.
Nunca es buena señal para un país tener el Gobierno en estado de provisionalidad, en minoría, como es el caso del que preside Pere Aragonès. Quiérase o no, limita enormemente la acción de gobierno, reduciéndola a la gestión administrativa del día a día. Con lo cual ahora mismo la prioridad debería estar en la configuración de alianzas que den salida y cierta perspectiva a un Gobierno visiblemente alicaído. Los números cantan: sólo hay una mayoría posible: la de izquierdas. Y dos opciones: negociar con exigencias y compromisos claros por las dos partes o dejar pasar los días entre rumores y especulaciones hasta que se imponga la repetición electoral. Un destino que parece que nadie quiere (aunque Puigdemont, tras su pinchazo, pueda verlo como su última oportunidad) porque es difícil pensar que pueda ser clarificador. Y que podría imponerse por la tozudez de los militantes más radicales d’Esquerra: ni agua al PSC.
De modo que ahora mismo —con o sin elecciones— la negociación de una mayoría estable tendría que ser la prioridad. Y hecha desde la racionalidad de los acuerdos de interés mutuo (es decir, en que las partes contratantes ofrecen y reciben, poniendo en primer lugar el interés general). Dicho de otro modo: el partido socialista tiene que ser capaz de aportar compromisos contantes y sonantes al acuerdo, respondiendo a las demandas prácticas y simbólicas que se ponga sobre la mesa. Y Esquerra Republicana tiene que moverse llevando lo más lejos el espacio racional de lo posible, sin dejarse arrastrar por los vetos al enemigo español. Es la diferencia entre un compromiso para salvar los muebles o la capacidad de abrir vías reales de progreso. O dicho de modo: un apaño destinado a ser efímero o un Gobierno con ambición. ¿Hasta qué punto esta Esquerra dispuesta a liberarse de sus fantasmas y el PSC, con la complicidad del PSOE, a corresponder con ambición? Y no es la cuadratura del círculo. Es política, en el sentido noble de la palabra.
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