Orde Wingate, los Chindits y Joan B. Culla, ‘hayedid’
El comandante británico de fuerzas especiales de la Segunda Guerra Mundial y ardiente sionista fue el héroe del historiador catalán, que tenía una entrañable y contagiosa debilidad por los grandes aventureros y exploradores
Todos tenemos nuestros héroes particulares, en los que proyectamos nuestros anhelos y nuestros sueños y que nos muestran la a veces insalvable distancia entre lo que somos y lo que querríamos ser. No tiene por qué tratarse de héroes de una pieza, ejemplares. De hecho, a menudo pocas cosas menos ejemplares que un héroe, si contemplamos su vida entera. Siempre pienso al respecto en aquel artillero británico, Edward James Collis, que ganó en 1880 la Cruz Victoria, la más alta condecoración de su país, por su valentía tras la derrota de Maiwand durante la Segunda Guerra Afgana, para perderla deshonrosamente en 1895 por bigamia —se descubrió que tenía una esposa en Bombay y otra en Wandsworth (conveniente distancia, apreciarán algunos); también le cayeron 18 meses de trabajos forzados que casi ha de ser peor que perder una medalla—. Pero, sea cual sea su calidad última, los héroes nos marcan un camino ideal y nos ofrecen una percha donde ir colgando lo mejor que hacemos. Lo de la percha me recuerda la ocasión en que visité el castillo en el Burgenland austriaco del que es mi héroe real favorito (en la ficción están los imbatibles John Geste, Sandokán o Uncas), el explorador Lászlo Almásy, y, tras probarme su guerrera de húsar austrohúngaro en su antigua habitación, me llevé un botón.
Almásy, más allá de la distorsionada imagen romántica que dio de él El paciente inglés, no es un héroe para tirar cohetes. Sin duda el que tenía el desaparecido Joan B. Culla era mucho mejor: el general Orde Wingate (1903-1944), Wingate de Birmania, Etiopía y Sión, el célebre militar británico pionero de las fuerzas especiales, todo un carácter. Entre las realizaciones de Wingate está el haber creado en la Palestina pre partición las Special Night Squads, patrullas mixtas anglo-judías de lucha contra la guerrilla árabe; conducir a tiro limpio, al frente de la famosa Gideon Force, al depuesto Haile Selassie a recuperar su trono etíope arrebatado por los fascistas italianos, y sobre todo fundar las legendarias unidades de los Chindits, las fuerzas de penetración de larga distancia (dicho así suena inquietantemente erótico, en inglés son las Long Range Penetration Units) que volvieron locos a los japoneses en Birmania durante la Segunda Guerra Mundial. También es Orde Wingate el hombre que trató de volver a poner de moda el salacot (a la baja desde la campaña contra el Mahdi), para lo que hace falta casi tanto valor como para todo lo demás.
Yo a Wingate ya lo conocía, pero fue Joan quien con su contagioso entusiasmo por el personaje (con el que guardaba gran parecido, excepto por el salacot) me llevó a sumergirme en sus extraordinarias vida y destino. No trataré aquí la faceta de Joan como historiador de referencia, maestro y activista político, cosa que ya han hecho largo y tendido personas con mucho más criterio que el mío. Pero desde luego, de héroes, aventureros y exploradores sabía un montón. Y como amigo era un privilegio.
Sostuvimos muchas conversaciones (algunas en voz baja durante importantes actos oficiales, además de en las copas de navidad de EL PAÍS) y una larga correspondencia al respecto de nuestros gustos compartidos. No sé a quien de los dos le sorprendía más ser amigo del otro. A mi me intimidaban su inteligencia, la firmeza de sus convicciones y que fuera siempre tan arreglado. A él le desconcertaba, creo, que alguien pudiera atravesar la vida con la vehemencia, la falta de compromiso y la distinción de un comanche. Pero teníamos un amplio campo de juego común, donde, brothers in arms, nos lo pasábamos pipa. “Querido Jacinto”, me escribía, “discúlpame que te importune un momento. Acabo de leer el libro de Richard Bassett” [no confundir con Lluís Bassets], “Por Dios y por el Káiser, que sin duda ya debes haberte zampado. Desde las primeras páginas, desde el capítulo sobre el Gran Asedio de Viena con sus tenues referencias a los húsares alados del rey Sobieski, he estado pensando en ti. Me ha parecido un texto maravilloso, emocionante, evocador, bien escrito y bastante bien traducido; y me he permitido la libertad de creer que tus sentimientos de lector son semejantes a los míos: Por suerte, siempre nos quedarán nuestros héroes en común (por cierto, ¡qué tipo el aviador Gottfried von Banfield, el águila de Trieste!)”.
Compartimos muchas cosas a lo largo de los años, sus visitas a las playas del Día D en Normandía (con paradas obligadas, me contaba, en el cementerio de Omaha Beach, la batería de Pointe du Hoc, Ste-Mère-Église, Pegasus), las mías al puente de Remagen (le encantó que le enviara una postal) o a Mila 18. También, alborozados, el descubrimiento de la relación entre el coronel Patterson, el cazador de los leones antropófagos del Tsavo, y Yoni Netanyahu (hermano del actual primer ministro), el jefe de comandos israelí abatido en la operación de rescate de rehenes en Entebe. En un correo sobre los húsares alados polacos, unos jinetes que nos chiflaban a los dos mostraba una capacidad de ensoñación mayúscula: “No sabes cuántas veces, desde mis 14 o 15 años, he creído ver con la imaginación a la caballería polaca bajando a la carga las laderas del Kahlenberg y abatiéndose sobre el campo otomano, aquel 11 de septiembre [de 1683]… Seguro que lo sabes y la has visto, pero hace años contemplé arrobado la gran tienda del visir Kara Mustafá en el museo de historia militar de Viena, no muy lejos del coche de Sarajevo”. Y decía: “Por alguna misteriosa razón, compartimos desde la adolescencia algunos mitos y algunos héroes: los resistentes del ghetto de Varsovia, el gran rey Sobieski, Wingate”.
Sobre Orde Wingate me he leído estos días en homenaje a Joan Fire in the night la biografía (para mí la mejor) que le dedicaron John Bierman y Colin Smith (Pan Books, 1999). Se da la circunstancia de que Bierman es autor también de una estupenda de Almásy (The secret life of Lászlo Almásy, the real english patient, Penguin, 2005). Wingate, conocido entre sus soldados como La Barba (porque se la dejó crecer en contra de las regulaciones militares) y El Hombre, fue y sigue siendo un personaje muy controvertido, al que se ha calificado de genio militar y de irresponsable lunático. Rebelde, respondón, poseía un ego mayúsculo, un carácter difícil, comportamientos desequilibrados y rasgos excéntricos y exhibicionistas como mostrarse a menudo completamente desnudo, lo que no es habitual en un general británico, ni siquiera en Montgomery. Nacido en una familia de fundamentalistas cristianos tenía el Antiguo Testamento como guía y se identificó con la lucha del pueblo de Israel hasta tal punto que hizo suya la causa del sionismo. Su padre era un coronel que le pegaba para endurecerlo y que le inculcó ir por el mundo con la espada en una mano y la Biblia en la otra, en plan “praise the Lord and pass the ammunition”. Lawrence de Arabia (otro de nuestros héroes), con el que muestra algunos puntos en común, como su vértigo espiritual y el ser un tanto poseur (aunque Wingate menospreciaba la revuelta árabe y consideraba a Lawrence un charlatán), era primo lejano suyo por parte de madre.
Gracias a las influencias familiares consiguió un puesto en la exclusiva Sudan Defence Force (SDF), una unidad tipo fuerzas especiales avant la lettre (incluía el Cuerpo de Camellos) en la que vivió grandes aventuras (cazó leones, luchó contra traficantes de marfil) y alcanzó el delicioso y romántico grado de bimbashi (mayor). En cuanto a las relaciones sentimentales, Wingate se enamoró locamente en un viaje en barco de una adolescente de 16 años, Lorna Paterson, con la que se casó tras esperar a que alcanzara la mayoría de edad. En 1936 fue destinado a Palestina donde se comprometió con la causa del pueblo judío hasta casi rozar la traición a su país. Le gustaba llevar la contraria. “Todo el mundo está contra ellos así que yo estoy a su favor”, dijo. Veía en los judíos a los hijos de Josué, de David, y de los Macabeos. Los israelíes, con los que combatió codo con codo en peligrosos raids contra los árabes en los que mostró un valor a toda prueba y fue herido varias veces, nunca le olvidarían y le reconocieron como hayedid, amigo, una palabra hebrea que lo significaba todo para Joan B. Culla y le emocionaba profundamente.
Enviado a Etiopía al frente de una fuerza de británicos y fieros guerrilleros locales, ataviado como un misionero baptista, comiendo cebollas compulsivamente, leyendo Orgullo y prejuicio y cargando, además de un rifle y granadas, un aparatoso despertador porque no se fiaba de los relojes de muñeca, Wingate jugó un papel esencial en la victoria sobre los italianos y el restablecimiento de Selassie, que le veía con cierto asombro y bromeaba con que sus súbitos no sabrían quién de los dos era el emperador. Por su parte, Wingate valoraba del “león de Judá” que fuera descendiente de Salomón. En la campaña de Etiopía, donde tuvo bajo su mando a Wilfred Thesiger (que también me habló muy bien de Wingate cuando le visité tantos años después en su piso en Chelsea, y mira que a Thesiger le costaba decir algo bueno de cualquiera que no fuera beduino), Wingate empezó a poner en práctica el concepto de incursión de largo alcance que llevaría a su máxima expresión en Birmania. Allí llegó de manera un tanto inesperada (él quería liderar fuerzas especiales judías contra los nazis en el desierto libio, todos tenemos nuestras manías) y tras un intento de suicidio en el Cairo a lo Salgari (cortándose el cuello) causado, justificó, por las alucinaciones que le provocaron los ataques de malaria.
En Birmania, invadida por los japoneses, Wingate la montó a lo grande: lanzó a sus columnas de comandos Chindits (la palabra, acuñada por él, es la corrupción de chinthé, el nombre de una criatura mítica birmana con aspecto de grifo), fuerzas regulares con el añadido de gurkas y guerrilleros locales, en sensacionales operaciones masivas (Longcloth y Thursday) muy detrás de las líneas niponas. Wingate tuvo una muerte prematura, como podríamos considerar la de Joan, al estrellarse el 24 de marzo de 1944 el bombardero B-25 Mitchell en el que viajaba para visitar a sus unidades desperdigadas en territorio enemigo. El impacto fue tan brutal que los cuerpos de Wingate y la tripulación quedaron destrozados y mezclados de tal manera que fue imposible identificarlos por separado y se los enterró a todos juntos (están en una tumba en el cementerio de Arlington).
A Joan le habría gustado leer está crónica, confío, aunque sabía todo lo referente a su admirado Orde Wingate. Pero quizá ignoraba un detalle: su héroe y el mío, Wingate y Almásy, estuvieron a punto de embarcarse juntos en una expedición al desierto, en lo más profundo del Mar de Arena, en busca del legendario oasis de Zerzura (ambos lo hicieron al final solos, ninguno lo encontró). Me encanta pensar que algún día Joan y yo podríamos haber realizado lo que nuestros héroes no hicieron, unidos en la hermandad de la curiosidad y el amor a las cosas nobles (y algo extravagantes) que hacen que la vida valga la pena. Siempre nos quedarán los Chindits, Joan. Con muchísimo cariño, hayedid.
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