Fragilidad de los héroes
Henry Paget, Lord Uxbridge, a la sazón comandante de la caballería aliada, perdió una pierna en Waterloo. Estaba junto a Wellington cuando sucedió el percance y es fama (véase Wellington, de Richard Holmes, Edhasa 2006) que al golpearle la bala de cañón francesa exclamó dirigiéndose al Duque de Hierro: "¡Por Dios, señor, he perdido la pierna!". A lo que Wellington, echándole un vistazo, respondió con flema: "¡Por Dios, señor, que así es!". Un héroe Paget, pues, de una pieza -si exceptuamos la pierna-. Tuve oportunidad de pensar en él hace unos días en el National Army Museum de Londres al encontrarme cara a cara en una vitrina con la sierra usada para amputarle la destrozada extremidad. Junto a la herramienta, por si ésta no fuera bastante elocuente, se exhibe el guante manchado de sangre del capitán Wildman, del Séptimo de Húsares, que sujetó a nuestro hombre mientras lo aserraban pormenorizadamente sobre la mesa de cocina de una posada. ¡Con cosas así nadie querría cerrar el Museo Militar de Montjuïc! Paget, convertido ya en rutilante -aunque cojo- Marqués de Anglesey, regresó un tiempo después a la posada con sus hijos y comió con ellos sobre la misma mesa de la amputación. No es extraño que uno de sus retoños, Georges Paget, galopara luego al frente del cuarto regimiento de dragones ligeros en Balaclava en la enloquecida carga de Cardigan. Seguramente huía de las sobremesas de su padre.
Noticias dramáticas: el caballo de Napoleón es un farsante y el explorador Wilfred Thesiger tenía miedo a las arañas
Visité el National Army Museum en un ataque de nostalgia. No por los héroes en general, sino por uno en particular, el mayor que he conocido personalmente: sir Wilfred Thesiger. El viejo aventurero, traspasado en 2003, vivía muy cerca del museo, en el mismo Chelsea. El día de la cita en su casa, en 1998, llegué con mucha antelación y para armarme de valor me fui a pasar unas horas en ese despliegue de hazañas. En esta última visita, con un frío de cosacos, el museo tenía un aire crepuscular. Además, se han cernido graves dudas sobre la identidad de Marengo, el célebre caballo de Napoleón capturado en Waterloo.
Marengo, por lo visto, no es Marengo. De hecho nadie sabe ahora a ciencia cierta a qué caballo pertenece el esqueleto que se exhibe en una vitrina del museo con ese nombre y que era una de sus grandes atracciones. Las dudas las ha sembrado la duquesa de Hamilton, cuyo padre, por cierto, cabalgó con la caballería ligera australiana en su marcha sobre Damasco. En su libro Marengo: The myth of Napoleon's horse (Londres, 2000), recalca que no hay pruebas de que el équido en cuestión sea Marengo, por la sencilla razón de que no existe en los registros de los establos napoleónicos ningún caballo llamado así. Y apunta que podría tratarse de Alí, Jaffa, Wagram o incluso Désirée -¿por Désirée Clary? ¿En qué pensaría Bonny al montarlo?, mon Dieu-. El asuntó contribuyó a aumentar mi melancolía. Es que no te puedes fiar ya ni del caballo de Napoleón. En realidad, ni de Napoleón, que una vez escribió: "Cuando habla el corazón, la gloria se queda sin ilusiones".
En fin, yo tenía a Thesiger por un héroe emblemático, como Lord Paget. Saber que hay gente que ha podido atravesar la vida en una cabalgada de coraje anima mucho. Pero tras leer la nueva y conmovedora biografía de Thesiger, Wilfred Thesiger, the life of the great Explorer, de Alexander Maitland (HarperCollins, 2006), he quedado perplejo. En aquella visita de 1998 ya intuí algunas fisuras en el valiente explorador -su temor a la soledad, el interés por los jovencitos-, pero nunca pude imaginar que tuviera pánico a las arañas.
Y es que Thesiger era un hombre mucho más complejo de lo que aparentaba. Mainland -que ha tenido acceso a toda la documentación privada del escritor, del que era albacea literario- descubre en el valeroso aventurero un sentido crónico de inseguridad resultado de traumas infantiles. Revela que Thesiger sufrió tremendos malos tratos -y es posible que incluso abusos sexuales- de niño en la escuela en Inglaterra antes de ir a Oxford y a Eton (su tutor lo azotaba desnudo hasta hacerlo sangrar), y resalta una faceta oculta del personaje como un tipo tímido y vulnerable.
Explorador, cazador, héroe de guerra, a Thesiger le horrorizaba morir en la cama de viejo, con las facultades mermadas y solo -prefería estar con nómadas correosos, aunque fueran tan malcarados como los Sa'ar, "los lobos de las dunas"-. Murió, efectivamente, como había temido, a los 93 años, en una residencia para la tercera edad de Surrey, lejos de la arena del desierto, las marismas y las montañas que habían sido el grandioso escenario de su existencia. Sus últimas palabras fueron: "¡Dejadme marchar!". Poco antes, Thesiger, aquejado de Parkinson y Alzheimer, había alzado la cabeza de la almohada y preguntado a un médico: "¿Cuál es su tribu?". La última etapa de su vida fue un calvario de achaques: le sacaron la próstata, padeció cataratas y artritis, tenía alucinaciones, le temblaban las manos. Había que ayudarle hasta para dar unos pasos. A él, al arrojado bimbashi que se había enfrentado solo a Abu Higl, el terrible león que asolaba el Darfur.
Thesiger fue incinerado en el crematorio de Putney Vale y sus cenizas esparcidas en el campo donde pasó su niñez. Pero para mí sigue en aquel piso de Chelsea donde una vez le vi blandir -peligrosamente- una azagaya zulú. A la salida del National Army Museum caminé hasta aquella dirección. Pulsé insistentemente el interfono y cuando alguien contestó, grité a pleno pulmón el canto de triunfo guerrero de los Bani Hussain: "¡Wali, Wali gab el Kheir Ya Wali!" -¡amigo, hay que ver la que hemos montado!, en traducción libre-. Y añadí: "Floreat Etona!, ¡Que Eton florezca!". Esperé un rato, queriendo creer que los héroes de verdad nunca mueren. Pero nadie abrió.
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