La formación no es cosa de las empresas
Las prácticas no son una cuestión que concierne a las universidades, o al alumnado, o a las entidades receptoras de este alumnado, o al estado... conciernen a toda la sociedad
Las prácticas externas son una de las principales herramientas de las que dispone el alumnado tanto para completar de forma solvente su formación universitaria como para mejorar sus expectativas de inserción laboral. Sin embargo, no siempre han perseguido estos objetivos de forma adecuada. Las denuncias de fraude o las desviaciones del propósito de las prácticas han sido un riesgo que han llevado al cuestionamiento recurrente (y justificado) del modelo de prácticas. No en vano, un único caso que utilice la figura de las prácticas universitarias externas para fines incorrectos es ya intolerable. Por este motivo, su regulación ha sido y es objeto de permanente revisión. Sin embargo, en todas las fórmulas planteadas hasta la fecha ha habido un problema de base: considerar las prácticas una cuestión que concierne a las universidades, al alumnado o la administración pública, por separado. Una perspectiva no solo injusta, sino inadecuada, tal como prueba la dificultad de encontrar una fórmula satisfactoria tanto para el objetivo formativo perseguido con las prácticas como para la diversidad de agentes que intervienen, comenzando por el propio alumnado.
En las últimas semanas estamos observando la enésima polémica en la materia. El esfuerzo por establecer regulaciones de índole laboral a la casuística de las prácticas que el alumnado realiza en entidades externas vuelve a poner a debate el modelo de prácticas. Un debate que afecta al conjunto de la oferta de prácticas: ya sea las realizadas para completar los planes de estudio (como las prácticas curriculares, obligatorias) o las que buscan mejorar la inserción laboral (las no curriculares, opcionales). La regulación laboral planteada obliga a que las prácticas pasen a estar sujetas al régimen de la Seguridad Social, estableciendo a su vez que los costes derivados sean asumidos por la entidad receptora del alumno o la alumna en prácticas. De este modo, la actividad realizada durante las prácticas pasa a estar reconocida para los cómputos futuros de la vida laboral del alumnnado.
Ante este nuevo planteamiento regulatorio, los rectores de la CRUE (Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas) han expresado su malestar y preocupación. Argumentan que las entidades que deben asumir ese coste no querrán hacerlo y prescindirán de esas prácticas. En consecuencia, sostienen, las universidades veremos disminuida nuestra capacidad de ofertar unas prácticas curriculares que, como comentaba, tienen carácter obligatorio. Este temor se suma a otros factores que justificarían el recelo del principal órgano de representación universitaria en el estado ante la nueva regulación de las prácticas: el reto que supondrá gestionar el elevado volumen de altas y bajas, el hecho de que las prácticas no siempre sean continuadas, la dificultad de encajar las prácticas en entidades de la propia administración pública (como hospitales, escuelas, centros de estudio), etc.
Siendo estas reservas y cautelas perfectamente defendibles, me temo que desvían el foco de la cuestión central: el hecho de que se asuma con naturalidad que las entidades receptoras de los alumnos y alumnas en prácticas planteen la posibilidad de dejar de hacerlo con tal de evitar el coste, en ningún caso elevado, que requiere la referida alta en la Seguridad Social. Un riesgo que, además, no es infundado: no somos pocas las universidades que hemos recibido noticias de asociaciones empresariales y entidades concretas que, haciendo una lectura parcial de la norma, nos advierten de que deberá ser la universidad que matricula esa asignatura la que deberá hacerse cargo de los costes laborales derivados de la nueva regulación.
Cabe decir que las universidades ya estamos dispuestas a asumir ese coste: no sólo por tratarse de un coste relativamente menor (a pesar de impactar sobre unos presupuestos ya tensionados por la evidente y reiterada falta de financiación del sistema), sino porque la protección y garantía formativa de nuestros estudiantes bien merece, sin duda, ese esfuerzo.
No obstante, ¿es ese el modelo educativo que queremos? ¿Es esa la cobertura que reciben las universidades, encargadas de formar el talento y la ciudadanía del presente y futuro? ¿Es esta una exigencia razonable para un sistema universitario de tan alto nivel como el nuestro? ¿Es esa la implicación deseable del sector laboral, ya sea público o privado, en la formación de las futuras generaciones? La respuesta, evidentemente, es negativa. Porque, en definitiva, la perspectiva desde la cual se plantea la pregunta es errónea. Las prácticas no son una cuestión que concierne a las universidades, o al alumnado, o a las entidades receptoras de este alumnado, o al estado, o a cualquier otro actor implicado en su desarrollo. No. Las prácticas conciernen al conjunto del sistema, a toda la sociedad. Así, no nos podemos resignar a soluciones parciales y temporales: ¿o es que no sería factible pensar un acuerdo marco en el que, por ejemplo, el coste y la gestión sean distribuidos subsidiariamente entre las partes en función del tamaño y tipo de empresa? El actual modelo no sólo no respeta mínimamente a las universidades como actores centrales del sistema, sino que impide aspirar a un modelo óptimo en beneficio tanto de la sociedad como de nuestro principal usuario y parte más frágil de la ecuación: el alumnado.
Después hablaremos de la formación dual como futuro de la enseñanza más articulada con el mundo real o insistiremos en que la universidad vive en una torre de marfil de espaldas a lo que ocurre en el mundo real. ¿Están seguros de ello?
Joan Guàrdia Olmos es rector de la Universitat de Barcelona
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