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Concierto del grupo británico Coldplay en  Barcelona. En la imagen el cantante Chris Martin.
Concierto del grupo británico Coldplay en Barcelona. En la imagen el cantante Chris Martin.Massimiliano Minocri

Coldplay rematan su estancia en Barcelona con un cuarto concierto triunfal

El grupo británico fue capaz de nuevo de apelar con su alegría a la criatura que todos llevamos dentro

Si en las pantallas se les ve antes de iniciarse el concierto dirigiéndose al escenario recorriendo las tripas del montaje es que no son estrellas que ingresan en el mismo en olor de multitudes, humos y canciones euforizantes: son trabajadores. Y son trabajadores que en el recorrido saludan a otros, estos sí “machacas”, que les devuelven animosos el saludo. Caras de concentrados en todos menos en Chris Martin, que sonríe abiertamente. Ya en escena, con todos situados, es cuando se inicia la fiesta y esos cuatro trabajadores se convierten en estrellas, cuando suena la música, no antes. Gente normal, parecen decir. Gente normal con preocupaciones, en su caso ambientales, como atestigua el vídeo que cada noche proyectan en un anticlímax bien recibido por la audiencia. Instantes después Higher Power, Adventures In The Lifetime y Paradise, con las pulseras tachonando el estadio de luz, los confetis y la explosión de luces del escenario se encargan de descorchar la euforia. No fue diferente el cuarto concierto de Coldplay a los tres anteriores, a lo sumo leves variaciones de orden del repertorio, imperturbable en lo esencial. No cambió el espíritu de las alocuciones de Chris y tampoco cambió la apoteosis de la multitud. Coldplay es un concepto mucho más sólido que sus propias canciones.

Y no es que éstas no tengan cuajo, perfectas en sus perfiles comerciales sin aristas, trufadas con oeees, ooos y uuus que implican al público en su interpretación y al mismo tiempo le suben la euforia como la fiebre. Con Viva la Vida sin ir más lejos, que ya comienza con un oooooooh todo y que antes la multitud cantó con perfección las últimas estrofas de The Scientist como si las hubiesen ensayado. Chris ya había comenzado a chapurrear en castellano, y si en el segundo día agradeció que hubiese llovido dando por sentado que estaba al corriente de la sequía, en el primero y el cuarto fueron colas y tráfico el sujeto de su alocución. Pero el mensaje implícito fue siempre la empatía, ponerse en lugar de los que allí abajo estaban apiñados, pensar que su subida al cielo había estado dificultada por las incomodidades propias de un acontecimiento de masas. Por si fuera poco, Chris Martin no para de sonreír, enfundado en esa ropa multicolor, incluidas sus vistosas deportivas tutti frutti, que trasmiten otro mensaje positivo: la vida no es aburrida y oscura. No dice que entre blanco y negro hay un amplio abanico, dice que es vida es de color. Simple. Difícil no pensarlo cuando en Something Just Like This llueven confetis, el escenario escupe fuego y ritmo y ni siquiera hacen falta las pulseras para que un Pantone descomunal ilumine el recinto. O cuando en Whats Love Got Do Whit It, homenaje a Tina Turner habitual en sus tres últimos conciertos, cantando junto a la vocalista de Churches en los dos últimos, el estadio se pintó de colores gracias a las muñecas de la multitud y estalló después en oes oes de adhesión y saltos en Charlie Brown. Y luego llegó Yellow y todo el mundo enloqueció feliz.

Cierto que el mensaje de felicidad y positivismo de Coldplay cabría en el reverso de un sello, pero hasta se agradece al pensar en algunos artistas que sólo parecen felices cuando ponen un énfasis grave en lo importante de lo que nos cuentan. Hay un irlandés muy famoso que es un experto en el tema. Coldplay no, ellos se preocupan por el planeta, pero su apostolado no es invasivo y eso que ponen el foco en un problema de especie. Es un grupo políticamente correcto que no parece haber llegado a sus convicciones por conveniencias comerciales. Es más, su empatía alcanza a su forma de trabajar, y fuentes de Live Nation, la promotora de sus conciertos en España, destacaban lo comparativamente fácil que es trabajar con Coldplay, ya que escuchan y respetan, algo no muy habitual en este negocio en el que el cuarteto destaca por escuchar. Incluso en lugar de alojarse en un hotel de estrellas del rock, bien con oropel, bien lejos del mundanal ruido, ellos han estado en el centro de la ciudad, en un hotel de estos modernos con aire contemporáneo. Millonarios de otro tipo. Todo parece normal en ellos, y para emborronar su imagen hace falta recurrir al cinismo y al sarcasmo, complicado cuando Clocks sacude un estadio y no sólo Martin sonríe o cuando A Sky Full Of Stars acalambró a la multitud.

Pero lo que hace de Coldplay un grupo diferente, y se volvió a ver en su último concierto, es que con sus recursos escénicos, con sus muñecos, sus máscaras, sus fuegos artificiales, sus canciones euforizantes, sus confetis y sus pulseritas apelan a lo tenemos de niños y de niñas, y la niñez es mera cuestión de distancia, está más o menos lejos pero allí está. Y cuando sonó My Universe, todo el estadio fue una guardería con el mejor de los monitores trabajando. Música de rubitos, pop inglés con todas las de la ley, para sacarnos al infante que el día a día reprime y pisotea. Música sin aristas para dominar un mundo cada vez más crispado. Se bailó el Bamboleo con los Gipsy Kings y el espectáculo concluyó con Fix You y Biutyful. Todos felices para casa. A ver si en el próximo regreso la dan una vuelta a las pulseritas, que los niños se cansan pronto de los juguetes y ya llevamos dos giras con ellas.

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