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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El imán

ERC quiere ser la fuerza central y hegemónica del nacionalismo catalán y por ello su nueva propuesta de gobierno ha funcionado como un imán en sectores de clase dirigente difusa y procedencia diversa

Govern de Cataluña
Una imagen de los miembros del nuevo govern de Pere Aragonès tras la incorporación de los nuevos consejeros.Gianluca Battista
Paola Lo Cascio

Aún es pronto seguramente para saber cuál será la suerte de un gobierno tan débil desde un punto de vista parlamentario como es, en estos momentos, el gobierno monocolor presidido por Pere Aragonés. Sus perspectivas de viabilidad pasan por muchas variables, en la mayoría de los casos, entrelazadas: los presupuestos en Barcelona y en Madrid, la reforma del delito de sedición o los resultados de la mesa de dialogo. La geometría de los acuerdos será una, otra -o ninguna- función de cómo se muevan las piezas.

De momento, lo que se puede decir es que la propuesta gubernamental de Aragonés ha conseguido atraer perfiles y competencias que vienen de sectores diversos -aunque no antagónicos-, del espectro político.

Ciertamente, los nombres más sonados son los de los consellers Joaquim Nadal -ex socialista-, de Gemma Ubasart -ex secretaria de Podem en sus inicios- y de Carles Campuzano, ex convergente de dilatada trayectoria en las Cortes. Pero estos no son los únicos nombres: en el sottogoverno, se encuentran personas de la antigua órbita convergente e incluso dirigentes procedentes del mundo de la CUP, como Maties Serracant o Mireya Boya. En las comunicaciones que han acompañado la toma de posesión del nuevo gabinete Pere Aragonés ha insistido en el mantra de que el suyo es el gobierno del 80%.

En realidad, esta narración parece todavía reflejar los flecos de la fase política precedente, la que se quebró en 2017 y cuyas herencias se han arrastrado hasta ahora. Todo parece más simple: Esquerra Republicana quiere ser la fuerza central y hegemónica del nacionalismo catalán. Por ello la nueva propuesta de gobierno de los republicanos ha funcionado como un imán para sectores de clase dirigente difusa –en parte políticos, pero también profesionales- que proceden de ámbitos diversos.

Más allá de los discursos twitteros en torno a la paguita, hay un dato político. La etapa de la retórica impugnatoria parece cerrada y ahora sí cotiza al alza la idea de la gobernación, de explotar los resortes de las Instituciones autonómicas catalanas. En realidad, incluso en las horas más álgidas del procés, el control de la Generalitat -no coyunturalmente sino con vocación de durabilidad-, era el poderoso hipertexto de la batalla comunicativa en torno a la independencia --con sus llamadas a la pureza y sus acusaciones de traición- librada sin cuartel durante diez años por ERC y el mundo convergente.

El premio era hacerse con aquel espacio central del nacionalismo que -ley electoral y distribución territorial del voto mediante-, garantiza buenas posibilidades de gobernar en la plaza de Sant Jaume. Por ello se entiende perfectamente el descomunal enfado de los sectores de Junts más vinculados a la cultura política convergente. Saben lo que significa ser fuerza hegemónica del nacionalismo catalán en términos de poder real. Y saben también que probablemente haber salido del gobierno por la imprevisible combinación de una militancia radicalizada y casi pre-política y de conflictos internos que atañen a intereses personales vinculados a vicisitudes judiciales ha abierto una ventana de oportunidad para ERC absolutamente inmejorable.

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