Tarradellas, entero
Nunca renunció al máximo autogobierno para Cataluña, aunque adaptado al realismo político y a la ineludible necesidad de mantener unas relaciones cordiales con el conjunto de España
El independentismo todavía hegemónico en las instituciones, pero sobre todo en la ideología catalanista, mantiene a Josep Tarradellas, el presidente de la Generalitat en el exilio y luego de la Generalitat restaurada, en el purgatorio del olvido y del desprecio que al parecer corresponde a los personajes que dejan una fuerte impronta en la historia de los países. Esta actitud está en perfecta sintonía con el revisionismo y la impugnación de la transición y del autonomismo constitucional e incluso con un cierto presentismo que tiende a minimizar el pasado inmediato para mitificar en cambio los tiempos más remotos.
Una detallada biografía de reciente aparición, Tarradellas, una certa idea de Catalunya, escrita con notable afán de rigor e imparcialidad por el historiador Joan Esculies y elaborada tras una década de inmersión en los archivos presidenciales guardados en Poblet, ofrece pistas y datos, algunos novedosos, para una evaluación equilibrada del personaje y sobre todo de su trascendencia y vigencia para la Cataluña contemporánea. Ya se ha destacado en numerosas ocasiones la continuidad institucional republicana que significó la restauración de la Generalitat en su persona, como único eslabón que engarza la democracia interrumpida por la Guerra Civil y la nueva democracia construida a la muerte del dictador. Menos reconocido o incluso ignorado es el mérito personal de Tarradellas, perfectamente documentado, en la continuidad institucional de Esquerra Republicana, partido que no habría tenido una supervivencia fácil de no ser por los esfuerzos del presidente desde que se hizo cargo de su secretaría general en 1938 hasta su elección como presidente catalán por la diputación permanente del Parlament de Catalunya en 1954.
Sin Generalitat y sin Esquerra, la peripecia catalana en la transición hubiera sido distinta. A Tarradellas y a su sentido de Estado se debe buena parte de la reinvención de la tradición institucional, explotada a fondo por una mitología independentista que presenta a Cataluña como una nación milenaria anterior a España, con un remoto sistema de autogobierno que convierte a Pere Aragonès en el presidente catalán que hace el número 132. En ausencia de continuidades tan subrayadas, quizás las figuras de Francesc Macià y Lluís Companys no habrían alcanzado tampoco el grado de reconocimiento y de veneración del que gozan actualmente en el universo político catalán, más allá incluso del independentismo.
Tarradellas no fue nunca separatista. Tampoco fue federalista. El suyo es un catalanismo profundo, ampliamente compartido por la mayoría de los catalanes. Nunca renunció a conseguir para Cataluña el máximo grado de autogobierno posible, aunque adaptado al realismo político y a la ineludible necesidad de mantener unas relaciones cordiales con el conjunto de España, no a los sentimientos, ni a las quimeras. Fue un dogmático de la unidad política entre los catalanes de todo origen e ideología. Un país tan pequeño y con fuerzas tan limitadas difícilmente conseguirá algo si no se presenta unido en la negociación que siempre imaginó como bilateral con España y sin dependencias de fuerzas políticas ajenas a Cataluña. Es una idea estratégica y profundamente meditada, pero con una vertiente oportunista y táctica: le convenía personalmente para defender su protagonismo exclusivo como máximo representante de Cataluña.
Algunos de estos conceptos, sobre todo su altísimo sentido institucional, dieron generosos servicios a su sucesor, Jordi Pujol, pero otros han sido lamentablemente desaprovechados, especialmente por los independentistas.
Tarradellas nunca tuvo sentimientos antiespañoles. Tampoco hostilidad hacia la lengua castellana. Amaba la popularidad pero le dominaba un espíritu de contradicción y de sospecha que alimentaba su fibra antipopulista. Su mundo era el de la guerra fría. De Gaulle era su héroe. Conservador, pero no reaccionario, no fue antiamericano, muy al contrario. Apenas hay referencias a Europa en sus discursos y documentos, porque no hace falta: Europa fue su medio vital, el de un europeísta sin discusión, implícitamente atlantista incluso. Su legado, tal como demuestra brillante y exhaustivamente Esculies, está abierto a amplias y fructíferas interpretaciones, que Esquerra Republicana, a fin de cuentas el que fue su partido, ha conseguido ignorar hasta ahora.
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