Las amigas de andar
La vagancia de pies me acompañó en la vida como las bolsas en los ojos y los vestidos que hacen ‘frufru’. Hasta que descubrí, en una incursión por el monte de la aldea, los placeres del caminar. Y de pensar al ritmo de los pies. Y de andar con mis amigas de andar
Yo nací cansada. Entre la modorra y la desidia. Muchacha de pies vagos. Eso explica la pereza que me invadía en el colegio para jugar al futbol o correr alrededor del patio en la clase de Educación Física. La pereza y la torpeza, para ser exactos, que una ejercitaba muy bien el cerebro y se aprendía la definición de Astronomía de la enciclopedia al dedillo, pero no acertaba a darle al balón. Decía yo que era por ser zurda y que al lanzarme la bola los otros con la derecha, me pillaba la trayectoria a desmano, claro, y no acertaba. Excusas para todo. Siempre. Puro instinto de supervivencia, como ahora con la cuota del gimnasio, que pago con la devota convicción de que mañana voy, pero luego no. La vagancia de pies me acompañó en la vida como las bolsas en los ojos y los vestidos que hacen frufru. Parte de mi identidad. Hasta que descubrí, en una incursión por el monte de la aldea buscando mis dominios perdidos, los placeres del caminar. Y de pensar al ritmo de los pies. Y de andar con mis amigas de andar.
A ellas, Teté y las dos Marujas, no las descubrí yo; ya existían. Lo que pasa es que no las veía. No, al menos, con esos ojos de andar. Eran mujeres cercanas, que me vieron nacer y crecer a la par que sus hijos; caras conocidas, pero de otra generación. Eran vecinas, amigas de la familia, puntales de la tribu en la vida de la aldea, personas de confianza, gente que es casa sin ser de sangre. Nos separaba solo —y nada menos— que varias décadas, un matrimonio y unos cuantos vástagos.
Un día, cuando los años pasaron y el abismo que separa la adolescencia de las generaciones mayores se achicó, nos fuimos juntas a andar. Ellas, en su rutina vespertina de siempre; yo, que llevaba tiempo viviendo lejos, para volver de verdad al lugar del que nunca me fui de todo. Y volví. A ese lugar del que no marché y a caminar con ellas.
El otro día fuimos a los muíños de Morancelle, unos viejos molinos restaurados en la aldea de al lado a los que nunca antes se me dio por ir. Teté, como siempre, de zancada larga, apuraba el paso y guiaba la comitiva. Aunque cuando voy yo, aminora la marcha porque sabe que protesto y le riño por ir rápido y no disfrutar del paisaje. “Vamos a andar, no a pasear”, me contesta siempre.
Ese matiz entre andar y pasear. Que no es lo mismo una cosa que la otra. Como tampoco es igual andar que correr. Andando, como paseando, puedes hablar, reír y llorar con alguien al lado. Escuchar, pensar y querer en compañía. Incluso si caminas al trote. Pero correr no te da para compartir tanto, porque requiere más de ti para ti que de los demás y claro, uno ya tiene suficiente con respirar sin ahogarse como para entablar conversación. Correr corres por ti. Caminar, por ti y por todos tus compañeros.
A ellas les da la vida. Andar, hablar, comentar un chisme, recordar cosas de hace mucho tiempo que ya no son y dibujar, sin pretenderlo, el árbol genealógico de media parroquia. “¿Sabes quién es el marido de Fulanita, que es primo de Mengano y cuñado de Citranito también?” Las familias y los parentescos por aquí son tan largos, que uno alcanza el umbral de los 10.000 pasos antes de llegar a los primos segundos de alguien.
“Cuando ando, me queda el cuerpo bien”, dice Maruja do Camilo. Y la ciencia la avala: no hace falta, ni siquiera, llegar a esos 10.000 pasos, que ya con algunos menos de forma habitual ayudas a fortalecer músculos, reducir el estrés, regular la presión arterial o dormir mejor. Y al final, como todo lo placentero, se vuelve un vicio: “Cuando un día no vamos a andar, ya lo echamos de menos. Es una vía de escape, también para tener conexión con los vecinos, para encontrarnos”, agrega Maruja do Caramés. Andar con las amigas de andar hace bien al cuerpo y al alma.
Teté, que recorrió mundo y vivió en Venezuela en los años setenta y ochenta, dice que no hay nada como la aldea, Pereiriña. Que a bonita no le gana nadie. Y a servicios tampoco, ojo, que tenemos bares, iglesia, escuela infantil, farmacia y, desde hace poco, hasta la peluquería. “Tenemos mar, monte, aire puro. Todo”, resuelve fachendosa. Desde lo alto de los muíños se ve Pereiriña allá abajo, entre los yerbales, con el sol batiendo fuerte sobre el campanario de la iglesia. Todo lo que necesitan —necesitamos— está ahí, a unos cuantos pasos.
Caminar aviva también el recuerdo. Cada zancada es una vuelta de llave a la cerradura de la caja de pensar. Para abrirla o cerrarla. Depende. Ellas hablan mucho de cómo estaba esa vieja casa antes o de lo que ha crecido la maleza de aquel otro monte desde que eran pequeñas. Miran atrás para verse renacuajas en el mismo lugar, se recuerdan entre carcajadas las unas a las otras y yo, que entonces no existía, me las imagino pizpiretas y revoltosas, montadas al carro de las vacas o recogiendo piñas para encender la lumbre por la noche. “Nos divertíamos haciendo atrocidades. Salíamos por los caminos de noche a caminar alumbrando con un tizón, robábamos fruta o patatas, vaciábamos sacos de serrín en la carretera”, suelta Teté a risotadas. Las anécdotas son infinitas.
Ellas piensan en sus antes y yo en los míos. En los tiempos de explotar estalotes por los caminos, coger moras de las silvas o pasear a la iglesia los domingos con los zapatos nuevos de charol. Y vuelvo a pasar por donde caí con la bicicleta sobre el atrio empedrado de la parroquia; o repaso, desde el umbral de la capilla, aquella vez que llegué corriendo a la sacristía para decirle al cura, don Adelino, que había descubierto el misterio de la Santísima Trinidad —véase, un solo Dios en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo—: “Mire, la Santísima Trinidad es mi padre, porque mi padre es mi padre, es hijo de mi abuelo y cuando se muera, será un Espíritu Santo porque es muy bueno”, le expliqué mientras mi hermana se llevaba las manos a la cabeza. Estaba convencidísima. Y ahora también.
Cuanto más caminas y más arbustos ves pasar, más te das cuenta de que los recuerdos no llevan a ningún lado y dejan un sabor amargo al final, como el primer trago de cerveza fría. Da gustito, pero luego rasca. No está mal, a veces, mirar atrás, si sabes volver la vista adelante. Lo mejor, en cualquier caso, es seguir caminando. 10.000 pasos o más.
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