El cielo se ensaña con Sant Jordi en Cataluña
Chaparrones, granizo y ráfagas de viento desmontan una fiesta del libro y de la rosa de regreso de la pandemia que empezó con los mejores augurios
El cielo se ha ensañado cruelmente con Sant Jordi en la Diada del libro y la rosa en Cataluña. Una jornada caótica que ha empezado con los mejores augurios y masas de gente en las calles, presagiando un día histórico, pero que ha dado paso a mediodía a chaparrones, granizo y fuertes ráfagas de viento que han maltratado los puestos callejeros y desanimado a muchos paseantes. Tras una mañana de multitudes que abarrotaban felizmente el centro de Barcelona —la superilla literaria dispuesta por el Ayuntamiento, equivalente a 20 campos de fútbol y cerrada al tráfico—, los fenómenos tormentosos que se fueron generalizando por la tarde en una jornada muy loca en toda Cataluña han cambiado radicalmente el escenario dejando paso en algunos sectores a imágenes dignas de una zona de guerra o catástrofe.
La caseta de la librería La Central en paseo de Gràcia ha volado literalmente para ir a caer sobre otra vecina, provocando algún herido leve (una joven con un brazo roto), lo que ha obligado a intervenir a los bomberos y a los equipos sanitarios.
Por todas partes a lo largo de la avenida donde se concentraba la actividad de venta y de firmas podían verse mesas volcadas, libros empapados, en algunos casos volúmenes muy valiosos, más allá de toda salvación. La pesadilla de un librero el día de sus mejores sueños. En total, destrozos (pendientes de cuantificar y de saber si los afrontarán los seguros) y tres heridos leves. Sin embargo, lo que ha sido un drama para el libro no lo ha sido para la rosa. El Gremio de Floristas de Cataluña ha comunicado que “seguramente” se cumplirá el objetivo de la venta de seis millones de unidades. No ha habido desperfectos, han añadido, porque los floristas “iban muy preparados y les ha sido fácil tapar las rosas”.
La Cámara del Libro de Cataluña ha hecho no obstante un balance general positivo de la fiesta, lamentando los perjuicios más graves causados por el tiempo a los libreros que aseguran que asumirán. Valoran el nuevo modelo organizativo de las casetas y dan como libros más vendidos en ficción en castellano Roma soy yo, de Santiago Posteguillo, al alimón con El libro negro de las horas, de Eva García Sáenz de Urturi; y en catalán, Benvolguda, de Empar Moliner. En no ficción en castellano, Por si las voces vuelven, de Ángel Martín; y en catalán, La vall de la llum, de Toni Cruanyes.
A primera hora de la tarde, tras aguantar varios chaparrones, muchos se planteaban desmontar las paradas y dar por finalizada la feria. Y algunos así lo hicieron. Entonces, la propia disposición de la amplia zona peatonal, con el acceso prohibido a vehículos, se ha revelado un obstáculo para recoger el material.
“Un desastre”, señalaba el dueño de La Central, Antonio Ramírez, ante la ruina en que se había convertido la caseta de la librería.
La jornada, paradójicamente, había arrancado muy bien. Tras una lluvia de madrugada, se había ido despejando con la promesa de que el Sant Jordi del retorno a la normalidad, sin restricciones, distancias ni mascarillas iba a ser eso, normal y acaso extraordinario en la participación y las ventas (la Cámara del Libro ha considerado que la calamarsada ha interrumpido una Diada que podría haber superado la de 2019). Había muchas ganas y Barcelona presentaba ya por la mañana un aspecto sensacional, con puestos de rosas en cada esquina de la ciudad y los blancos toldos de las casetas de libros como una larga columna vertebral de literatura e ilusiones a lo largo de todo el paseo de Gràcia.
Mientras, en el tradicional desayuno ofrecido en el Ayuntamiento —sin vasos de plástico, ecologismo obliga— a los participantes, autores y editores, y ante la alcaldesa anfitriona, Ada Colau, la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz (en su primer Sant Jordi), y el ministro de Universidades, Joan Subirats, la pregonera, Imma Monsó, desgranó una suerte de decálogo sobre “la literatura que quiero”. Entre otras cosas, una literatura “capaz de crear lectores y no solo de contar lectores”. Una letanía que pareció impulsar a todos los presentes, cientos de escritores, a salir a la calle a dar lo mejor de sí mismos (después del vitalizador chocolate y los famosos xuxos de crema municipales). La meteorología no preocupaba demasiado. “Un chaparrón viene muy bien porque la gente se queda en la ciudad”, apuntaba en un corrillo un editor que se habría reído de Noé.
Entre los escritores, el novelista e historiador ciego José Soto Chica que firmaba por primera vez. “Me gusta la adrenalina del contacto con los lectores, escucharlos”, afirmaba entusiasmado.
A media mañana el aspecto del paseo, donde se concentraba la oferta, y sus aledaños era magnífico, con multitudes festivas haciendo largas colas ante los autores más deseados y atascos en algunos tramos, como frente a la Casa Batlló, decorada con rosas. Algunos, prevenidos, llevaban paraguas, pero se les veía como aguafiestas (y nunca mejor dicho). La única amenaza desde el cielo parecía provenir de la pelusa y el polen de los plataneros que hacía frotarse los ojos, estornudar y toser a muchos paseantes.
Entre los firmantes, destacaban las colas de Rigoberta Bandini (“¡mira, la de las tetas!”, apuntó sin ambages un viandante), que firmaba su librito Vértigo; las de Pablo Iglesias en su primer Sant Jordi, con Verdades a la cara; las del cocinero Karlos Arguiñano o el cantante Álvaro Soler, también primerizo, con su libro Bajo el mismo sol, que merecía un día más acorde con el título.
Santiago Posteguillo firmaba junto a Iglesias, lo que permitía un jugoso diálogo silencioso entre el exmandatario y el novelista de César. Un paseante le recordó a Posteguillo las inclemencias en el Muro de Adriano sin imaginar los idus climatológicos que se avecinaban. El mediático Carles Porta firmaba de pie en la calle ante una larga cola ejemplares de su Crims: Llum a la foscor, de los más vendidos.
Una imagen entrañable ofrecía, también con largas colas, la dibujante Pilarín Bayés, de 81 años, con sombrero de paja, que firmaba uno de sus libros a una niña, Ona (en su primer Sant Jordi), con el dibujo de una princesa. A su lado, unos jóvenes practicaban el griego con Theodor Kallifatides mientras el autor les firmaba un ejemplar de Timandra. En la caseta de Gigamesh, la tienda de género fantástico, mostraban horrores como los de Lovecraft o Jack Ketchum, sin imaginar el horror que se nos venía encima.
A la una del mediodía, cuando la fiesta estaba en plena ebullición, unas nubes oscuras que venían del Tibidabo como aquel día lóbrego en Pompeya llegaron desde el Vesubio, se han enseñoreado del cielo y ha descargado de improviso una granizada espectacular. La gente ha corrido despavorida (y mojada) a ponerse a cubierto. Ha sido cosa de 15 minutos y ha salido otra vez el sol, lo que ha originado la preciosa imagen de los paseantes aplaudiendo en masa al cielo. Pero ha resultado un espejismo. La gente ha llenado de nuevo las calles inundadas y al poco el cielo ha vuelto a hacer de las suyas. Y así todo el día, debatidos entre la felicidad y el agua.
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