La independencia no era una estrategia
Ha sido una bandera, un sentimiento, una pasión, quizás también una táctica y un señuelo, pero como objetivo político, un error y un desastre catastrófico
Fue y es una bandera. Solo una bandera, cada vez más deshilachada. También un sentimiento, aparentemente incombustible. Una pasión irrefrenable incluso, aunque menos antigua y más reducida de lo que pretenden quienes se aferran a ella. Ha sido también una táctica, es decir, un señuelo, lanzado para obtener objetivos más modestos y materiales, como una mejor financiación o una ampliación de competencias. Como idea estratégica, en todo caso, ha sido un error y un desastre de graves consecuencias.
Ante todo, porque era una idea confusa que escondía proyectos de sociedad distintos e incluso contrapuestos. Sobre la independencia cabe hacerse la pregunta que Lenin se hizo sobre la libertad. ¿Para qué? Para unos, se trataba de construir un Singapur del Mediterráneo, mientras que para otros, un socialismo populista al estilo de Venezuela. Unos querían una democracia parlamentaria regida por la división de poderes de un Estado de derecho, integrada en la Unión Europea, y a otros les bastaba una democracia plebiscitaria y militante que les permitiera empezar la secesión.
A buena parte de quienes desfilaban tras la bandera les importaba muy poco el modelo de Estado y de sociedad, convencidos de que solo contaba de verdad el momento glorioso, la gran noche revolucionaria en la que se proclamaría la república catalana independiente. Para ellos, era un mito, como la revolución, culminación histórica de un largo proceso de emancipación y cataclismo que marcaría el inicio de una nueva era.
La base del movimiento era una idea confusa que escondía proyectos de sociedad y de Estado distintos
Es el mito, preñado de connotaciones religiosas, el que explica la solidez y la persistencia de la creencia. Pero también alumbra la distancia sideral, infranqueable, con la realidad, con los hechos. Para que llegara a encarnarse, como lo consiguieron Lenin y Trotski, hacía falta una estrategia revolucionaria, es decir, un camino que condujera a la ruptura revolucionaria, gracias a unas circunstancias favorables, objetivas las llamaban, y de otras circunstancias añadidas que convirtieran la revolución en inevitable, esas condiciones subjetivas tan abundantes en el prodigio de voluntarismo y eficacia leninista. Pues bien, en el caso que nos ocupa, no había camino, no había condiciones objetivas, ni tampoco las hubo subjetivas. Nada de lo que se precisaba para conseguir el objetivo estuvo a punto cuando fue preciso: ni las alianzas internas en España y externas en Europa, ni el reconocimiento internacional, ni el control del territorio, las fronteras y las instituciones, ni la financiación de la etapa de transición, ni, por supuesto y por suerte, la capacidad coercitiva imprescindible para este tipo de actos históricos. Absolutamente nada.
Todo falló: el camino trazado, las condiciones objetivas, también las subjetivas, y sobre todo, los dirigentes, las elites
De poco sirven explicaciones como la fortaleza desproporcionada del Estado, ni la teoría de la democracia fallida. Excusas, malas excusas de mal pagador. La fuerza pública a las órdenes del gobierno de Rajoy se empleó de forma torpe y perjudicial, sobre todo para la imagen de España, pero con minimalismo e incluso retención en relación al desafío proclamado en las palabras, manifiestos e incluso leyes inconstitucionales. No entremos en los procesos judiciales ni en la persecución internacional, ahora ya matizados por los indultos, que no afectan a las jornadas decisivas, entre el 1 y el 27 de octubre. En ningún otro país del mundo se habría resuelto una crisis de tanta envergadura de forma tan incruenta.
No fue estrictamente una mentira, ni grande ni pequeña. Fue una tomadura de pelo, una broma de mal gusto en la que cayeron centenares de miles de crédulos ciudadanos, dentro y fuera de Cataluña, entusiasmados unos y asustados los otros. La dimensión de la charada alcanzó incluso al corazón de la revolución en ciernes, donde muchos entregados revolucionarios llegaron a creer que el gran acontecimiento histórico se hallaba al alcance de la mano. Salvo al menos un caso notable, el del patrón que se había amparado en las metáforas marineras para ordenar el rumbo irrevocable hacia la Ítaca de la independencia y luego terminó cruzando el Atlántico a vela en un barco de recreo, sin tocar ni el timón ni la cocina, como solo suele apetecerles a los aventureros adinerados de los barrios altos de Barcelona.
Siendo el principal responsable del desaguisado y del gran engaño, Artur Mas no se engañó nunca a sí mismo respecto a la independencia —precisamente fue él quien la lanzó como un señuelo para negociar desde una posición de fuerza— y si ahora también se siente engañado, como parece deducirse de la displicente actitud de sus reflexiones aparentemente autocríticas (‘Cabeza fría, corazón caliente’), es por otras razones. Quienes le embarcaron en la sucesión de Pujol fueron los que luego le dejaron en la estacada de la corrupción de Convergència, del expresidente y de su familia. Entre quienes le animaron a subirse al buque de la aventura hay que incluir lógicamente a numerosos representantes de la burguesía local que más tarde callaron cuando debían exigirle un cambio de rumbo, le empujaron a aceptar una negociación con Rajoy que no iba a dar ningún fruto, contemplaron impertérritos como la CUP le tiraba a la papelera de la historia y finalmente terminaron llevándose empresas y capitales por si acaso la gran noche del catalanismo terminaba también llevándose por delante sus fortunas.
No hay ni hubo nunca una estrategia hacia la independencia. Tampoco había ni hay condiciones. Las objetivas son difíciles: quizás nazcan un día de los éxitos de Putin en su estrategia antieuropea. De las subjetivas, las que tienen que aportar los revolucionarios, han hablado con elocuencia los diez últimos años: de una jaula de grillos y una correlación de debilidades no sale una estrategia. Y sin embargo, el catalanismo la necesita. Cataluña necesita una visión de futuro. Los actuales campeones han demostrado su excelencia táctica en mantener la pelota rodando, pero son unos fuera de serie en cuanto a ceguera estratégica. Por mucho que se quiera ampliar la base independentista e inventar una política de circunstancias —el famoso ‘mientras tanto—, el meollo de la cuestión es que no hay visión a largo plazo ni la habrá en mucho tiempo. Descalificar en tal situación la política pragmática y el gobierno de cada día por pujolista y autonomista es una irresponsabilidad añadida, una más, de graves repercusiones en la vida de los catalanes. Y solo contribuye a la irrelevancia de Cataluña y a la decadencia del catalanismo, dañando incluso algo tan precioso y necesario como la posibilidad de una buena política lingüística.
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