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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Aire, pan y agua

En este tiempo de dietas y buenos propósitos no está de más recordar tres cosas a las que una ciudad debería aspirar: aire limpio y respirable, agua buena y de buen sabor en el grifo y un pan de calidad

Un panadero horneando pan
Un panadero horneando panCarles Ribas (EL PAÍS)
Xavier Monteys

En estos días de balance he recordado algunos debates pasados sobre la idea de la “ciudad saludable”. Tras las definiciones y aproximaciones a esta idea es frecuente que aparezca la cuestión del papel de los espacios verdes y también las reiteradas llamadas a la ciudadanía a tener prácticas saludables como practicar el ejercicio físico. Sin embargo, no suele decirse lo que las ciudades deben hacer para mejorar la salud de sus ciudadanos. En términos generales, lo que deducimos de estos textos es que una ciudad más verde, con menos coches y más transporte público y bicicletas sería una ciudad saludable y mejoraría la calidad del aire. Ahora en este tiempo de dietas, ayunos y buenos propósitos me parece que no está de más recordar tres cosas a las que una ciudad debería aspirar: aire limpio y respirable, por supuesto, pero también agua buena y de buen sabor en el grifo y, además, un pan de calidad con todo lo que ello supone, procedencia de la harina, cosecha y calidad. Aire, pan y agua, tres cosas que podríamos tomar como principios urbanizadores.

El aire limpio supone un consenso para erradicar lo que lo hace irrespirable. Hoy el aire forma parte de la información de muchas aplicaciones que consultamos en el móvil para saber sobre el tiempo (temperatura, nubosidad, precipitaciones, viento, etc.), la contaminación, es decir, la calidad del aire, una cuestión claramente urbana, ya forma parte de esta información en nuestro teléfono. Se podría decir que es la lastimosa contribución urbana al clima. El aire es también el medio por el que se propaga el sonido y el ruido de la ciudad puede indicarnos en qué modo la contaminación acústica está asociada a la polución. Así no son tanto los árboles y las zonas verdes como el aire que estas contribuyen a mejorar. La cuestión es pues qué aire queremos respirar en nuestra ciudad.

¿Cuántos agentes deberían coordinarse para tener agua de boca buena en nuestros grifos y peces en los ríos?

El agua debería formar parte de estas mismas preocupaciones. ¿Se puede pescar en el Besòs o en el Llobregat? ¿Para cuándo una reunión de alcaldes metropolitanos de esas cuencas en la que escenificaran beber agua de esos ríos en una foto de familia? ¿Cuántas administraciones y agentes públicos y privados deberían coordinarse para tener agua de boca buena en nuestros grifos y peces en los ríos? ¿Cuánto tardaría en concluir un proyecto así, tan simple y tan complejo a la vez? Parafraseando el eslogan de J.L. Sert en el 4º CIAM de 1933 ¿Can our cities survive?, diríamos ¿Podemos beber el agua de nuestras ciudades? Desde el punto de vista de una ciudad, el agua que consume representa una idea gráfica que va del grifo de casa, pasando por el edificio y la calle, hasta el embalse, plasmándose en una fabulosa red de tuberías y canalizaciones, que literalmente enraízan las ciudades y sus redes con el territorio y “lo dibujan”, urbanizándolo. Hoy el agua en la ciudad se traduce en cientos botellas de plástico y, aunque muchos bienintencionados las vacíen en botellas de aluminio que llevan en bolsos y mochilas, no deja de ser un símbolo de consumo y en cierto modo una claudicación.

El pan es también algo que define a una ciudad. No hace mucho que la representación de un parisino era alguien con una baguete bajo el brazo. El pan, nuestro pan, se ha convertido en algo, o bien vulgar y comercial, o gourmet y “de tendencia”. Como reacción mucha gente prefiere hacerse su propio pan en casa y buscar los ingredientes, encontrar las calidades de diferentes harinas, amasarlo, reposarlo y hornearlo, para descubrir que sigue estando bueno días después y que apenas necesitamos un poco de sal y de aceite para disfrutar de una comida básica que nos define y nos dice a qué sitio pertenecemos, y que cuando es redondo, como afirma el geógrafo Franco Farinelli, deviene una representación del mundo, con su corteza y su interior blando. Pero cuando huimos de las cadenas y franquicias de pan para hacerlo nosotros mismos, al igual que cuando llevamos agua mineral en botellas de aluminio en el bolso o la cartera, negamos el papel de la ciudad en estas cosas elementales. Si la ciudad ya no nos las proporciona, deberíamos reclamarlo. Esto es urbanismo.

Tras el aire, el pan y el agua, está también la reclamación de un lenguaje y un vocabulario despolitizado y sin alambiques, que señale con claridad lo que de verdad importa y nombre las cosas por su nombre (curiosamente la expresión: “al pan, pan…”, alude a esto mismo), y deje que cada uno busque y teja los significados que lo llenen de contenido. Lo contrario de lo que ocurre con la palabra “saludable” y su irrupción desde hace un tiempo en el discurso urbano y que nos distrae de la verdad.

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