Pescado frito, común y valioso
Domina un pescado fácil, comercial, uniforme, criado en jaulas con pienso: lubina, dorada, rodaballo...
Una pieza apreciada, hasta valiosa, en un plato puede ser en apariencia modesta, común, y ante todo simple de presentación, casi sin intervención: un pescado frito pequeño o mediano, o un par, apenas decorado, disfrazado y sin acompañamiento, guarnición le llaman.
Los pequeños animales de roca y litoral, multicolores, algunos plateados y camuflados, siempre enteros porque son capturas menores, simplemente dorados, bien tratados, crujientes, pero con su carne blanca, fresca y sabrosa, pueden obtener el nivel de la excelencia, de premio o de novedad deseada.
Parece una ofrenda del mar, una escultura menor en homenaje, un decorado efímero en la mesa. Su presencia es rígida, escultórica, muestra un olor muy nítido y reconocible, sin necesidad de tener un nombre propio, directo, o un noble apellido de su casta: pescado frito, sin diminutivos tampoco (que son otra cosa, excelente asimismo).
El universo del rancho del pescador particular, en costa o barca, nace de las zonas de pesqueras donde habitan: doncellas, serranos, tordos, vacas, variadas, pageles, saupes, esparralls, salmonetes, mabres, escórporas... un universo doméstico de la fauna marina de colorido y diversidad, los protagonistas del rancho.
El rancho colma el plato común familiar y el puñado de capturas para el caldo previo. El pescador aficionado tradicional no sale a lograr grandes capturas y cargar las reservas del congelador sino a cumplir con su función atávica, el pescador regresa con la dieta de supervivencia de la casa. Era eso, alimento de necesidad, la captura más fácil, natural.
Esta cocina lógica, honesta, cercana y de la simplicidad con los ejemplares —enteros o descabezados para el fumet de la olla— apenas requiere una fritura de vuelta y vuelta en una sartén, enharinados, con aceite de oliva (acaso un golpe de horno o plancha, ésta en última opción porque el sacrificio es excesivo y la transformación del bocado, desproporcionada).
Arroz de pescado y pescado frito, o únicamente el plato único y solitario, es aún una propuesta habitual de la antigua dieta (especialmente de verano) de los paisanos insulares y del litoral, pescadores de recreo sin necesidad de alcanzar un récord de exhibición depredadora.
Morralla define mal, sin identidad en las piedras de las pescaderas, esta categoría del aluvión de pescado que por su condición o tamaño solo se considera apto para vender al peso, junto, para caldo, también para freír. Morralla es sinónimo formal de desecho, desperdicio para la basura, de la misma forma que la voz popular y femenina suma el desdén; al hablar de el negoci na peix frit es un apelativo despectivo, comprar a seis y vender a cuatro, una vez frito el pescado.
En la cocina pública y entre los divulgadores culinarios en las redes existe un vacío estruendoso sobre el pescado frito: a veces se halla la oferta, por encargo, en algunos enclaves populares, pocos. Es complicada la limpieza, conservación de raciones, sin freír, pero el mercado se genera, la tradición se construye. Es más eficaz y rentable para el restaurador servir pescado (de crianza, piscifactoría) a la sal, a la plancha o enmascarado en salsas.
Domina en las mesas un pescado fácil, comercial, uniforme, criado en jaulas con pienso: lubina, dorada, rodaballo… O los sospechosos meros o supuestos besugos que llegan desde países lejanos. Cierto es que la monotonía también presenta pescadito frito o el calamar a la andaluza, en ocasiones mineralizado por abuso del calor en las freidoras tan industriales. El pescado frito es un símbolo de la cocina del mar, un rastro de identidad y placer del Mediterráneo.
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