Hablar a un perro
Encariñarse con un animal doméstico lleva a conductas que parecen impensables como charlar con ellos
Después de 18 años de tener gato —como alternativa negociada con los hijos a un perro que, como es sabido, da más trabajo— y unos meses sin animales domésticos... hace un año llegó a casa una perra. Una Jack Russell terrier de 10 años. Una iniciativa, obviamente, filial. No tiene papeles sobre su pedigrí, pero es igual porque la cinología lleva muchos años discrepando a propósito de esta raza. Mis deberes se limitan a una salida al día. Se llama Màxima, para buscar una cierta homofonía con el nombre que traía puesto del otro amo y porque entra en clara contradicción con su tamaño.
Precisamente en estos paseos es cuando he descubierto que los perros son un anzuelo para la socialización de sus amos. Yendo por la calle es prácticamente imposible que no te pare alguien para hacerte un comentario apacible sobre el animal. Hay una enorme cordialidad en el gremio de los amos. Y por poco más, es muy probable que la otra persona, que inevitablemente tiene o ha tenido un perro, haga comentarios sobre la conducta casera, hábitos curiosos o comportamientos a vigilar. Gracias a uno de estos amables transeúntes descubrí que la incómoda tirria que demuestra Màxima a cualquier vehículo de dos ruedas en marcha, a los que ladra con preocupante energía, no es un vicio exclusivamente suyo. Los encuentros más tiernos son con gente mayor que tuvieron perro, han tenido que prescindir de él... y lo añoran.
El pipicán es otro espacio de encuentro y de conocimiento porque por poco que se frecuente el mismo... hay amos que se saben el nombre de los otros perros y propietarios. Aquí el intercambio de información, menos apresurado que por la acera, puede tener otro nivel: desde estrategias formativas, válidas particularmente para cachorros, a recomendación de tiendas de la especialidad. Claro que los pipicanes, a veces, no son espacios pacíficos para el vecindario. Hay quién lo trae a deshora, muy entrada la noche y el alboroto que pueden organizar dos ejemplares noctámbulos y juguetones es una molestia para los vecinos. En algún episodio de discordia extrema se ha llegado a amenazar con la cacería y envenenamiento de los animales.
Cuando llega un perro a casa, por lo menos en mi caso, hay la necesidad de obtener una documentación básica. No me refiero al papel de las vacunas y a la actualización del chip, que también. Se trata, para los que no sabemos nada de perros, de adquirir alguna noción sobre, por ejemplo, las características de la raza. Más tardíamente se me ha ocurrido sobrevolar la literatura sobre estos animales. Hay un libro introductorio reciente, del 2018, que va por la tercera edición, sobre “los mejores relatos, ensayos y poemas de la literatura canina universal”. El gran libro de los perros es de Jorge de Cascante y está publicado por una editorial con nombre de perro: Blackie Books. En internet también hay bibliografías sobre la materia, notablemente redundantes. La nómina de escritores es larguísima: Patricia Highsmith, Josep Pla, Cervantes, Virginia Wolf, Ramón Gómez de la Serna, Emily Brontë, Franz Kafka, León Tolstoi, Jack London, Anton Chéjov, Mark Twain. Nicolaï Gogol, Federico García Lorca, Thomas Mann, Chesterton... Emily Dickinson dejó dicho que los perros son mejores que las personas porque lo saben todo de ti, pero no lo explican a nadie. Parecida opinión sostenía Charles M. Schulz, el creador de aquella mítica pareja de Carlitos y Snoopy: “Durante toda su vida había tratado de ser buena persona, pero muchas veces no conseguía su propósito. Comprensible. Era un ser humano. No era un perro”. Paul Auster llega a tratar una sustancial cuestión teológica. Los amos, hay quien dice, tienen vida eterna y los perros, hay quien dice, no. Esto causa una separación definitiva. En Timbuktú (Edicions 62), así se llama la novelita y el cielo donde va el amo al morir, lo resuelve haciendo que, excepcionalmente, su perro, Mr. Bones —que piensa en inglés y lo entiende, aunque no lo pueda hablar—, merezca el mismo cielo después de que, enfermo, viejo y alocado, juegue fatalmente con la muerte.
No todo es literatura condescendiente. En Los vencejos (Tusquets), la última novela de Fernando Aramburu, un personaje, Amalia, enumera los inconvenientes de tener perro: manchan, piden atención constante, traen parásitos, generan gastos, enferman, se pelean con otros perros, alborotan, muerden, mean, cagan, hacen mal olor... Ahora que se han reeditado los ensayos de Fran Lebowitz (Tusquets), esta gran señora de Nueva York sostiene que se tienen que prohibir los animales domésticos en las ciudades. Y cuando se le plantea que los perros tendrían que seguir al servicio de solitarios y ciegos... replica con otra solución: que los solitarios se pongan al servicio de los ciegos y así nos ahorraríamos el lamentable espectáculo “de hombres ya adultos que se dirigen a pastores alemanes con el tono respetuoso que hay que reservar para los clérigos venerables y para los inspectores de Hacienda”.
Y el léxico también se pone en duda. En castellano, la Real Academia da tres acepciones para “mascota” y una es “animal de compañía”. Pero el diccionario del Institut d’Estudis Catalans solamente menciona una: “Persona, animal o cosa que se considera que trae suerte”. Un concepto que confunde. Más todavía cuando piensas en las variadas funciones que ejercen muchos perros. Hay los perros de terapia para favorecer el bienestar general, físico, psicológico y social del beneficiario. Hay los perros lazarillos. Los perros de rescate. Los de asistencia y biodetección que, por ejemplo, son capaces de vigilar la hipoglucemia de su propietario... No sé, admirada Fran, pero ahora no me resulta tan estrafalario hablar a un perro.
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