El pájaro espino anida en Solsona
El novelón del desertor obispo de Solsona hace pensar en casos similares de la ficción y en otras vocaciones eclesiásticas truncadas
Todo el revuelo, qué digo, el novelón, del obispo de Solsona, esa sabrosa mezcla de El pájaro espino y El exorcista, me ha hecho replantearme si no me equivoqué al abandonar mi vocación eclesiástica. Y es que de niño yo quería ser sacerdote, rama misionero, sección Biafra (es lo que tiene tantos años de escolar pidiendo para el Domund) y lo dejé al descubrirme pulsiones, léase mi morena prima Raquel y la rubísima Tesita Casanovas, que me parecían incompatibles con la llamada a formar parte del clero y el alzacuello. Si llego a saber lo de monseñor Novell y su manga ancha que hasta incluía disfrazarse de dimoni en la Patum de Berga a lo mejor hubiera seguido; igual ahora vestiría la púrpura cardenalicia y en vez de esta crónica estaría ayudando a redactar encíclicas, o a escribir novelas erótico-satánicas a cuatro manos. Quién sabe si no hubiera podido llegar incluso a Papa, uno como el Pio XIII de Jude Law en The Young Pope, encargando la mitra en Tiffany y poniéndome la sotana blanca con 33 botones (la edad de Cristo), los zapatos rojos (de Prada) y el anillo del pescador al ritmo de Sexy and I know it de LMFAO.
A algunos les sorprenderá visto mi perfil actual que alguna vez yo quisiera ser cura: explorador, egiptólogo, aviador, lancero de Bengala, vale, pero cura… por Dios (y valga la expresión), si hasta tengo una serpiente. Pero el ambiente familiar era muy propicio para despertar vocaciones: no es que mis padres fueran missaires, es que eran lo siguiente; militaban en la sección seglar de los dominicos con la convicción y empeño que Hugo de Payns puso en ser templario.
Por casa en Barcelona pasaban a cualquier hora religiosos de todo tipo, orden y jerarquía. Estaba aquel cura de los pasionistas de Santa Gemma que llevaba la camisa azul de Falange debajo de la sotana (había sido capellán castrense) y discutía mucho con mi padre, que era muy Vaticano II, mientras se bebía su coñac (yo durante un tiempo confundí al sacerdote con Otto Skorzeny, que también era conocido de papá). Y el entrañable padre Emilio Eyré Lamas, de Chantada, impulsor del santuario de la Virgen de Fátima en Centulle, que venía de Galicia cada año por Navidad a celebrarnos la Misa de Gallo en el salón de casa y me dejaba a mí, voluntarioso monaguillo, tocar la campanita de plata, cosa que hacía con fruición y fuera de guion para obligar a arrodillarse a todo el mundo, especialmente a mi abuela que tenía la Medalla de sufrimientos por la Patria, con la cinta azul de prisioneros en zona roja: sufre abuelita, sufre, me decía pensando en el Niño Mártir de Puente Genil.
Sí, fui niño de Misalito Regina y Vidas de santos, de confesionario, devoción mariana y rosario. Cuando descubrí que decirles a los curas que quería ser uno de ellos me reportaba que hicieran la vista gorda con mi natural gamberro en clase y en el patio, ya fue la bicoca. Y una vez me llevó al colegio un obispo, monseñor Polachini, de la diócesis venezolana de Guanare, a la sazón hospedado en casa con un colega, Monseñor Argimiro García, obispo de Coropiso, de camino ambos, precisamente, al concilio Vaticano II (con recados personales de mi padre para Pablo VI). Ver a los autoritarios curas del colegio San Miguel inclinándose ante mi obispo —de nombre de pila Ángel Adolfo y devoto de Nuestra Señora de Coromoto—, besándole respetuosamente el anillo y haciéndole la pelota fue un gustazo; la visita me reportó asimismo nuevos privilegios.
Como decía, mi vocación se esfumó al despertárseme una mañana la libido, cambiar el Misalito por las novelas de Moravia de mamá y descubrir además que para ir al Congo era más divertido ser antropólogo, naturalista, periodista o mercenario. Los curas me dejaron escapar de sus garras con pesar cuando ya tenía un pie en el seminario. Pensarían que conmigo habían hecho una mala inversión; yo al menos saqué en limpio que me aprobaran la química orgánica y tener hechos los nueve primeros viernes…
Volviendo al obispo de Solsona y su paso al lado oscuro de la fuerza, el otro día tuvimos un debate sobre el personaje con Josep Cuní y Emma Vilarasau (que ya somos trío curioso para opinar de prelados). La actriz se mostró muy crítica e indignada con el monseñor de Montfalcó de Ossó (que suena a sitio de Valle Inclán), afeándole su doble moral. Yo, sin embargo, he de agradecerle el entretenimiento que me ha deparado seguir su historia. Y es que Xavier Novell con su mezcla de Ralph de Bricassart —el obispo trepa enamorado que interpretaba Richard Chamberlain en El pájaro espino (1983)— y el angustiado y posteriormente endemoniado Damien Karras de El exorcista (1973) nos ha llevado a un mundo que sólo creíamos posible en las novelas y el cine y no aquí al lado, aunque mira tú cómo está Montserrat, que parece el colegio de San Nicolas del Bronx de Doubt,
El estirado (!) y rico Bricassart y el atormentado y proletario Karras presentan características ambos del estricto (con el prójimo) obispo de Solsona: el primero se enamora de la pelirroja Meggie Cleary (Rachel Ward) poniendo en juego su carrerón — que impulsa su influyente y metemano tía Mary (Barbara Stanwyck)—, con un petting de muy Señor mío que dura toda una miniserie y muchas contriciones; mientras que el segundo, jesuita, psiquiatra y exorcista ocasional, tiene muchas dudas de fe y se da de bruces con el demonio. Karras bastante tiene con el Maligno metido en el cuerpo de la contorsionista adolescente Megan, pero yo intuyo en la novela y la película una tensión erótica (sublimada en medio de vomitonas y rezos) con la madre de la niña, que encarnó en pantalla Ellen Burstyn.
A caballo entre Meggie y Pazuzu (el demonio a expulsar), Sílvia Caballol, la psicóloga, sexóloga y escritora (El infierno de la lujuria de Gabriel, 2017) que ha llevado a monseñor al huerto —de Getsemaní— y viceversa, no es menos personaje para redondear una trama de la que aún nos quedan muchas cosas por saber: ¿pensaban fugarse a Australia?, ¿veían El código Da Vinci, Los demonios de Loudun, Las sandalias del pescador, Yo confieso?, ¿cantaban en sus ilícitos amaneceres Frère Jacques?
Sea como fuera, les deseo suerte, de verdad: más se alegra el diablo, imagino, porque deserte un obispo (o se dé el piro un candidato a seminarista) que porque se condenen cien pecadores; y no puedo dejar de lanzar desde aquí un sentido viva por el triunfo de la defección, la inesperada victoria del amor, y de la carne.
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