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EL CORREO DEL ZAR
Columna
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La serpiente que vomitó la Navidad

Que la culebra devuelva la comida estas fiestas es toda una metáfora de lo mal que nos están sentando

Jacinto Antón
Una anaconda en el bosque inundado de Cosmocaixa en Barcelona.
Una anaconda en el bosque inundado de Cosmocaixa en Barcelona.

Si darle de comer a la serpiente siempre es un trance, que te vomite la presa es mucho peor. Mi propósito era loable, creo: que alguien tuviera una buena Navidad. Y no me refiero, claro, al ratón que adquirí en el establecimiento Kiwoko (ex Mister Guau) como festín para mi culebra del maíz (Elaphe guttata), sino a esta, que llevaba varias semanas sin probar bocado. Le serví el roedor abriendo la puerta superior del terrario e invitándolo a pasar con un empujoncito, sin poder evitar la draculesca frase, “entre usted libremente”. A alguien le parecerá un acto cruel, pero en libertad la serpiente habría despachado infinidad de ratones más de los que yo le he dado en los largos años que llevamos juntos y al cabo no hago sino actuar como agente de la naturaleza, garra y colmillo, limitándome a servir de intermediario como si dijéramos entre el depredador y su víctima. Por si acaso siempre me encomiendo a sir David Attenborough.

Dadas las fechas, me ahorré la escena estricta del encuentro de las dos criaturas y al volver frente al terrario, que se halla en una localización especial de mi casa, rodeado de libros de Salgari y de las estanterías de aventuras herpetológicas, el drama ya se había consumado (y consumido). Kaa descansaba en su rama visiblemente ahíta y satisfecha, con el característico abultamiento de acabar de levantarse de la mesa en medio de su sinuoso cuerpo. Pasaron los días y ni me acordaba del asunto –”Conscience is but a word that cowards use”, que decía Ricardo III-, cuando me llamó la atención un fuerte olor como a requesón que surgía del terrario. Observé con espanto que procedía de una masa informe encajonada entre la pared de cristal y el recipiente de agua de la serpiente. Me bastó una ojeada para saber qué era aquello: el reptil había regurgitado el ratón.

Ni siquiera quien haya visto la película de terror Anaconda (1997) y cómo la protagonista del título se zampa entero a Owen Wilson puede llegar a imaginar el estado en que una serpiente vomita una presa medio digerida. Las culebras matan por constricción, que es un método bastante piadoso -las víctimas de los felinos, por ejemplo, tardan muchísimo más en morir- y que consiste en un repentino y férreo abrazo con varias bobinas escamosas que provoca un casi instantáneo paro cardiaco. Una vez muerta la presa es engullida entera, un proceso esforzado (no trate nunca de hacerlo) que obliga a lubricarla mediante las varias glándulas mucosas que la serpiente tiene en la boca y hacerla avanzar por el esófago dilatado mediante movimientos de la musculatura axial hasta el estómago, donde los jugos gástricos, con un PH muy ácido, cumplen su cometido.

Una escena de la película 'Anaconda'.
Una escena de la película 'Anaconda'.

La digestión de las serpientes es lenta y pesada. Y cuando potan, la visión es de agárrate. John M’Leod, cirujano naval digno de la pluma de Patrick O’Brian que contó sus aventuras en Voyage of His Majesty’s Ship ‘Alceste’ along the coast of Corea and the island of Lewchew with an account of her subsequent shipwreck, ese best-seller, incluye en su relato la historia acerca de una pitón reticulada de Borneo que fue enviada a Inglaterra a bordo del Caesar. La enorme serpiente viajaba en una caja de madera, mientras que iban también a bordo seis cabras como comida para el reptil. Se le dio la primera -más o menos como yo el ratón a mi culebra- y fue devorada, pero a la altura del Cabo de Buena Esperanza el ofidio se sintió indispuesto y vomitó, probablemente, según el cirujano, debido al mareo. Cuando el barco llegaba a Santa Helena, la pitón murió. No he podido saber si se trataba de la misma pitón que Napoleón ardía en deseos de ver -su exilio en la isla no le procuraba mucho entretenimiento y después de Waterloo todo te parece insulso-. En otro caso de indigestión, una anaconda de 65 kilos y cerca de cinco metros del Steinhart Aquarium de San Francisco murió tras comerse por error una enorme planta de plástico. He leído de una serpiente índigo (Drymarchon corais) de EE UU a la que encontraron alimentándose de la cabeza decapitada de un tiburón, que ya es imagen.

Que las serpientes se equivoquen en lo que comen no es inhabitual, aunque sí preocupante si te confunden a ti con un pecarí, por ejemplo, que es lo que le sucedió -probablemente- a un individuo llamado Vargas con una anaconda. Lo que mi culebra desembuchó bien podía haber sido un pecarí o el propio Vargas: tenía forma ahusada, color oscuro y una textura viscosa. Olía a mil diablos y no me quedaba otra que sacar aquella cosa del terrario. Lo intenté con un tenedor, pero resbalaba. Me ayudé entonces con una cuchara. A todo esto, la serpiente me miraba con cara de pocos amigos mientras se balanceaba como una mamba resacosa. Intranquilo, acabé cogiendo el roedor rechazado, esa especie de pútrido revenant, por la cola (sí, aún tenía la cola, aunque muy ajada) y lo extraje a punto de vomitar yo mismo.

He leído luego que la causa más probable de que la culebra regurgitara es que estaba medio hibernada y en esa situación, el metabolismo reducido no le da para una digestión normal. Mervin. F Roberts en su útil manual de cuidado de serpientes, además de recomendar no adquirir nunca una boa cubana (“tres metros y carácter maligno. Evítela”), recalca que alimentar a una culebra en estado semiletárgico es una mala costumbre, ya que puede ocasionar trastornos digestivos (el subrayado es mío) e incluso la muerte del espécimen. Pero sosteniendo el resto me dio en pensar que lo que había vomitado la serpiente era en realidad esta entera Navidad, hecha de malos rollos, miedos, malas decisiones y polvorones y turrones atragantados. Lancé a la basura al pobre ratón de vida malgastada y corrí al lavabo a sacarlo todo, pensando en que aún quedaba por ver, ay, cómo vamos a digerir las uvas.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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