Judicializar la pobreza
Daniel Cedrún, un sin techo de Barcelona, es un ejemplo de los escollos que debe salvar la ciudadanía para acceder a prestaciones teóricamente pensadas para ellos por las administraciones
Daniel lleva tres meses sin ver a su perro Atila. No permiten animales en la fundación Homeless Entrepreneur, en el barrio del Raval, donde le dieron cobijo hace 90 días. Daniel, de 63 años, fue conocido por la gran mayoría en octubre del año pasado por acampar ante la Generalitat y dormir allí siete noches seguidas. Llevaba desde mediados de 2020 sin ningún ingreso, tras la extinción de su prestación de desempleo. La acampada surtió efecto en la Administración central. El Instituto Nacional de la Seguridad Social (INSS) aprobó concederle el 28 de octubre pasado una parte del Ingreso Mínimo Vital (IMV): 253,16 euros mensuales. El monto global que le correspondía era de 461,5 euros mensuales, pero el INSS consideró que solo tenía derecho a la mitad, ya que computó la prestación por desempleo que había cobrado en 2019 por un total de 2.660, 47 euros. La administración dependiente del gobierno más progresista de la historia debió entrever algún riesgo de excesiva acumulación de beneficios y decidió que Daniel, con la mitad, podía cubrir sobradamente gastos, aunque no le alcanzara ni para la medicación.
No es un caso aislado. El Ejecutivo catalán le había denegado —el 14 de octubre de 2020— la Renta Garantizada de Ciudadanía, uno de los blasones sociales que con más orgullo que efectividad exhibe el independentismo. Daniel conoció la decisión mientras estaba acampado. El caso es que al carecer de techo, no podía acreditar su empadronamiento en Cataluña, una condición que a la vista de la precariedad galopante deberá revisar la mayoría parlamentaria que ha alumbrado ese Govern republicano que asegura que va a preocuparse de las personas.
El Juzgado de lo Social número 28 de Barcelona, por suerte para Daniel, ha venido a desbrozar algo esa jungla que parece diseñada para que la ciudadanía se pierda en ella y entierre cualquier esperanza de hallar una salida. El magistrado Jesús Fuertes falló a finales de mayo pasado —hace menos de un mes— que Daniel Cedrún tiene derecho a los 461,5 euros del IMV desde el 1 de junio de 2020. El pasado miércoles aún no había cobrado atrasos.
La competición en despropósitos entre algunas administraciones para ofrecer cobertura social está muy reñida
En asuntos de prestaciones sociales, el muro que levantan las administraciones condena a la judicialización de la pobreza. Los gestores de lo público se convierten en cicateros a la hora de reconocer derechos a percibir este tipo de ayudas. Por añadidura, la pandemia ha venido a enmarañarlo más al introducir los trámites telemáticos, otro motivo de zozobra para el aspirante. Solo la ayuda de abogados (Colectivo Ronda en el caso de Daniel), de la comisión promotora de la Renta Garantizada de Ciudadanía, de los trabajadores de los servicios sociales del Ayuntamiento de Barcelona y, finalmente, la sentencia de un magistrado han conseguido quebrar el muro.
La habilidad de los gestores del poder político para poner obstáculos al cobro de prestaciones sociales no es nada desdeñable. En Cataluña, la Renta Garantizada de Ciudadanía —un derecho subjetivo y no sujeto teóricamente a vaivenes presupuestarios— alcanzaba al 34% de la población en pobreza severa, según datos del Idescat de 2019, probablemente ahora agravados por la pandemia. Y en el conjunto de España el Ingreso Mínimo Vital, según datos del propio Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, solo ha sido aprobado para el 25% del total de expedientes tramitados. Si la cobertura de esta prestación estaba prevista para 2,3 millones de ciudadanos, se ha quedado en 680.000 personas. O sea, las 850.000 familias teóricas beneficiarias de la ayuda se han visto reducidas a 260.000 gracias a la habilidad burocrática.
La Generalitat ha rechazado en cinco meses el 70% de los expedientes de la Renta Garantizada de Ciudadanía
En el País Vasco, donde el Gobierno autonómico gestiona el IMV, los resultados son muy distintos. En la provincia de Barcelona solo el 13% de tramitaciones que han obtenido luz verde. A juzgar por las cifras, ni el Gobierno central ha actuado con la diligencia prevista ni la Generalitat —más allá de las críticas a Madrid— ha negociado con la firmeza exigible la gestión de esa prestación. Claro que la hoja de servicios del Govern no es muy brillante. Entre octubre de 2020 y marzo de 2021, la Generalitat ha rechazado un 70% de los expedientes aspirantes a la Renta Garantizada de Ciudadanía. Lo lamentable del caso es que detrás de esas decisiones hay hombres, mujeres y niños en situación de precariedad. Siete de cada 10 personas que viven en pobreza severa en Cataluña siguen quedando fuera de la cobertura de la RGC. La competición en despropósitos entre algunas administraciones está muy reñida. Estamos ante un entramado que parece pensado para que surta efecto sin que se note el cuidado.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.