Entre ellas
La argentina Nathy Peluso desplegó su poderío en un Palau de la Música galvanizado por sus seguidoras
Fue impresionante. Antes de comenzar el concierto este viernes, un par de músicos salieron a escena para poner sus partituras en los facistoles, y solo aquello desató una ovación. Cuando poco después apareció ella en escena, todo poder, las butacas del Palau de la Música de Barcelona pasaron a ser trastos inútiles cuya función allí nadie entendía, objetos superfluos. El público se puso en pie y con ese griterío que conmueve al más distante de los mortales comenzó el concierto. Algarabía, locura, pasión, entrega, emoción, cuerpos en tensión, sonrisas en cascada, mar de fotos, brazos recogidos sobre el pecho en señal de acogimiento a quien ya comenzaba a moverse, ardorosa, en el escenario. Uñas largas como una pandemia, traslúcidas, esculpida su forma por los focos que las atravesaban desde detrás del escenario, en un contra que les confería vida propia, como cintas de algas rígidas unidas a los dedos; maquillaje de purpurina en las cuencas, pantalones ceñidos con más flecos que Chewaka. Y “celebré, y celebré y celebré´”, cantaba en su primera canción. Y con razón. El concierto de Nathy Peluso fue exactamente eso, una celebración, una celebración en clave de mujer.
Lo fue tanto que ni se escuchaba a la artista, solo el palpitar de la banda sonaba, tímido y confuso, bajo el manto de voces femeninas que con el estómago en la garganta no ya cantaban, deletreaban las canciones, celebrándolas como la propia existencia de esta nueva reina de eso que se llama música urbana para resumir esa macedonia de estilos que caracterizan su estilo. Una macedonia acorde con los aspectos y atuendos de las espectadoras, mayoritarias. Desde las que iban de noche, hay que imaginar la importancia para ellas del momento, vestir de noche con un toque de queda tras el concierto, hasta las que parecían haber aparcado la bici tras el reparto de pizzas a domicilio. Del perfume al sudor, de todo. Igual que la música de Nathy, en puridad una rapera, en realidad una cantante que adapta la métrica del hip-hop y la pasa por el rock, el rhythm and blues, el pop-rock latino y la salsa. Y el público, ellas en puridad, pasaban de recitar a bailar salsa sin solución de continuidad. El Palau vio sus pasillos trasmutados en pista de baile, y una pareja se ceñía por la cintura como si aquello fuese el Cheetah de Nueva York en los setenta. Y las butacas, salvo en las baladas, permanecían en el olvido.
En un mundo de interconexión digital, la aldea se hace ágora global y lo latino se adueña del mundo. Nathy es una de esas artistas que están dando forma a una latinidad que entrevera con los patrones rítmicos urbanos negros, y lo hace con las armas de una mujer que rige su destino, cantando orgullosa en Nasty Girl “una perra sorprendente / curvilínea y elocuente / magníficamente colosal / extravagante y animal”, ante la que él, “qué buena vista tenés / cuando me ponés a cuatro patas”, se acaba desinflando “cuando me escribe suena valiente / pero de frente no dice ni mmmm…./….con dos caramelitos el nene se empacha”. Ella manda, ella se quiere, ella no quiere ser butaca abandonada que aguarda. Había más espectáculo en platea que en el escenario, y eso que Nathy se desmelenaba, agitaba su melena azabache como un guitarrista heavy, se pasaba la mano por el pubis o se cacheteaba la nalga como muestra natural de natural poder y cimbreaba sus caderas con la energía precisa para desplazar un yunque mientras miraba retadora a sus mujeres. Y ellas celebraban que les hablaban a ellas, que sabían de qué les hablaban y que hacía tiempo aguardaban que alguien les hablara así. Por eso apenas se escuchó el concierto, porque las seguidoras de Nathy Peluso lo hicieron tan suyo que lo cantaron más alto que ella. Hablaron entre ellas.
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