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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La venganza del miedo

En los primeros años de la democracia los rituales estaban todavía sacralizados y formar parte de una mesa electoral era un motivo de satisfacción. Después pasó a ser un palo. Hoy se ve como un riesgo

Josep Cuní
Preparación del material electoral en un almacén municipal de Barcelona.
Preparación del material electoral en un almacén municipal de Barcelona.Albert Garcia

Toda gran ilusión puede empujar al desencanto. Sucedió durante la Transición. El inicio de la década de los ochenta estuvo marcado por esa sensación. A la crisis económica se le sumó el aumento de la violencia y la criminalidad, pero especialmente la idea de que la democracia largamente deseada se deshilachaba “ante la contemplación de un aparato político cada día más consustancialmente empeñado en la adopción de medidas represivas y no creativas a la hora de enfrentarse a los problemas que le acucian”. Así lo editorializaba este diario mientras denunciaba retornos a la cultura de la represión en lugar de crear la de la libertad. Hoy, serían unos cuantos los que podrían trasladar aquella impresión a su actual mirada. Otros, mayores y supervivientes, aducirían imposibilidad manifiesta de comparación, a pesar de la sensación de estancamiento que la pandemia ha potenciado. Porque con ella también llegaron algunas excusas. Incluso para restringir la libertad, no siempre de manera suficientemente justificada.

Una de las grandes características del sueño largamente anestesiado por la dictadura franquista era la posibilidad de poder votar. Cada jornada electoral se canonizó pomposamente como “fiesta de la democracia”. Y así, vestida de gala y empoderada, la ciudadanía acudía a las urnas para decidir la manera de moldear un país en ciernes. La eufórica llegada de los socialistas rebajó la abstención al 20%. Cuatro años después, tristemente, se volvió a recuperar casi los mismos puntos que sentenciaron la permanencia de la UCD de Adolfo Suárez en noviembre de 1979. Y empezó otro desengaño, este con puño y rosa, que se intentó paliar describiendo la democracia como un sistema aburrido porque nadie se atrevía a definirlo como el poder de echar a gobiernos más que el de ponerlos. Los rituales estaban todavía sacralizados y formar parte de una mesa electoral era un motivo de satisfacción. Después pasó a ser un palo. Hoy se ve como un riesgo.

Son miles los catalanes que han pedido que los liberen de la responsabilidad de controlar los comicios. Siempre fueron algunos pocos los que tenían excusas y muchos más los que se las buscaban. Ahora, aquellas centenares de solicitudes de bajas se han multiplicado porque el temor al contagio puede más que la certeza de ser útil y la convicción de ser responsable. Y así vemos cómo el virus del miedo vuelve a imponerse y allí donde se sembraron sospechas ahora han crecido las dudas. Y no parece que la Administración tenga credibilidad para diluirlas ni los políticos autoridad para combatirlas porque precisamente fueron algunos de ellos, en parte, quienes atizaron el pavor cuando intentaron retrasar las elecciones con argumentos sobre la situación sanitaria y la vulnerabilidad social.

Esta reacción ciudadana, además, facilita que se propague el sutil cuestionamiento de la legitimidad del resultado, sin decirlo abiertamente para no ser tildados de trumpistas. Habiendo quedado, pues, jurídicamente desprotegida la maniobra política de la suspensión, a pesar de la unanimidad de los partidos, bastó un forzado desacuerdo en la fecha alternativa para el cruce de navajas. Ante tales evidencias, insistir en la acusación a la Justicia y al Gobierno español para poder acudir a las urnas, más que una paradoja, es un despropósito. Un rastreo serio de los hechos políticos diarios de los últimos meses no avalan la campaña. Y no porque la justicia salga indemne, que tiene mucho que enmendar, sino porque estaban más que advertidos que apelar a un decreto nacido de la aplicación de un automatismo parlamentario difícilmente podía quedar sin efecto por la voluntad política de quienes no podían firmarlo. Y al volver a enfrentar dos derechos fundamentales haciendo depender el de la participación al de la salud, se ha esparcido implícitamente la idea de que votar es contagioso.

Pero no para bien, como alardeaban los defensores de la democracia antes de que se hiciera realidad, sino para riesgo de la integridad física de quienes participen. Como si no existieran ni la obligación de garantizar el libre ejercicio con toda la seguridad organizativa ni la prudencia propia de no correr más riesgo que el de aguardar en la cola, como se hace estos días para poder votar por correo. Y en el caso de los miembros de una mesa, como si no tuviera su equivalente en la convivencia con los compañeros de trabajo ni en los encuentros familiares procedentes de burbujas distintas e incluso distantes.

Hace ahora un año, cuando empezó la pandemia y apelando a la prudencia, nuestros representantes jugaron con el miedo. Hoy el partido se les vuelve en contra porque “nada da más valor al miedo que el miedo de los demás”, sentenció Umberto Eco.

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