De ruta con los “villanos” del desahucio
EL PAÍS pasa una jornada junto a la comitiva judicial que ejecuta los lanzamientos en Barcelona: “Estamos en medio de una guerra social”
Son 12, como los apóstoles, y recorren cada día las calles de Barcelona para cumplir una misión. Son los primeros que llegan a la Ciudad de la Justicia, pero también los primeros que se van. Se mueven en taxis; a menudo solos, a veces escoltados por la policía. Aunque a ratos parecen mediadores o psicólogos, son funcionarios judiciales. Su tarea es desagradable, hiriente y deja huella: ejecutan desahucios. Son parte del sistema y, como tales, son vistos por las plataformas que defienden el derecho a la vivienda como el enemigo.
“Nos hacen sentir que somos los más malvados del mundo, los villanos. Yo no lo veo así”, cuenta Estela Vergés, la secretaria judicial que dirige a los 135 funcionarios del SAC civil, el servicio que entrega todas las notificaciones de los juzgados en Barcelona. Son como el Amazon de la justicia. Estela tomó hace cuatro meses el mando del servicio, y le ha imprimido su vivacidad y energía. Está atenta al teléfono para dar cobertura, desde el despacho, a los funcionarios que están en la trinchera: cuando hay familias vulnerables o cuando un inquilino pide un aplazamiento, ella tiene la última palabra.
Estela insufla ánimos a su equipo y les recuerda que su trabajo va más allá de la obediencia debida a la orden del juez. “Hacemos una función importante: que no gane la partida quien no quiere trabajar, quien no contribuye. ¿Estamos echando a la gente de sus casas o restituyendo a otra gente lo que es suyo?”. El punto de vista de la secretaria judicial es el del pequeño propietario que, tras años sin cobrar el alquiler, necesita recuperar el piso para salir adelante. Admite, sin embargo, que el drama de la vivienda tiene muchas otras caras (grandes tenedores, precios elevados, un paro lacerante que pone en aprietos a muchas familias) y les desborda a todos: “Todo el mundo debería tener acceso a la vivienda. Y nosotros estamos en medio de una guerra social”.
La jornada con los “villanos” del desahucio arranca a las 8.45. El SAC civil divide Barcelona en tres zonas, y cubre cada una con cuatro funcionarios. Trabajan por parejas, que van rotando. Este jueves, 10 de diciembre, a Catalina-Nuria y Jaime-Enric les toca el distrito de Horta-Guinardó, al norte de la ciudad. Aquí hay previstos ocho lanzamientos. Repasan los expedientes antes de salir. Necesitan saber si el juez ha autorizado el “descerrajamiento” del domicilio y si ha ordenado que, además de los inquilinos, también sean expulsados los “ignorados ocupantes” de la casa: ocurre que, a última hora y cuando ya se saben fuera, algunos inquilinos realquilan el piso de forma irregular.
Los funcionarios verifican si cuentan con el apoyo de los Mossos y si es la primera vez que acuden a esa dirección. Lo más normal es que no sea así: en Barcelona, de los 4.770 lanzamientos señalados en 2019, se suspendieron más de la mitad (el 53%). La oposición de los vecinos y de entidades como la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) o el Sindicato de Inquilinos explica casi la mitad de las suspensiones. El 14 de septiembre se retomaron los desahucios tras la moratoria dictada por la crisis del coronavirus. Según datos del Ayuntamiento, desde entonces cada semana se producen “entre 60 y 90” desahucios, aunque en torno al 90% de los que afectan a familias vulnerables se suspenden, según estimaciones del consistorio. Tampoco se realizan, en la práctica, desahucios de grandes tenedores como bancos o fondos de inversión.
“Tenemos una orden judicial, señor Alejandro”
A las 9.30, Catalina y Nuria llegan en el interior de un coche patrulla al número 42 de la calle Trobador, en el barrio del Guinardó. Cinco, seis, siete furgonetas de los Mossos d’Esquadra hacen sonar sus sirenas y embocan la calle. Es la segunda vez que se intenta desalojar a Alejandro I., que tiene 31 años y lleva año y medio sin pagar un alquiler de 600 euros. La primera, el desahucio tuvo que frenarse por la presión de la Xarxa d’Habitatge del barrio: 150 personas bloquearon la entrada. Por eso, el juez ha ordenado esta vez que haya presencia policial.
Hoy son menos: apenas 30 jóvenes custodian la portería. En la fachada del viejo edificio han colgado una pancarta: “Alejandro se queda en el barrio”. Catalina, cinco años de servicio en el SAC, se reúne con la propietaria en la acera de enfrente en medio de un ruido intenso: las llamadas al orden (“atención, atención, les habla la policía”) se superponen con los cánticos de los que apoyan a Alejandro (“fuera policía de nuestros barrios”). Catalina luce una llamativa mascarilla con rosas rojas y no se despega de su carpetilla con un folio, donde va anotando lo que le dicen.
María Rosa, la propietaria (del piso y del edificio) está alterada. Le acompañan el administrador de fincas y el procurador, otros dos malos de la película. La mujer dice que Alejandro trapichea con drogas, que lo vecinos le quieren fuera, que realquila las habitaciones, que de vulnerable no tiene un pelo: “Se acaba de comprar una moto y va a [la cadena de gimnasios] Dir. Que se busque la vida, esto no es una ONG”.
Catalina, de 42 años, contará más tarde que vive estos momentos con angustia, que se pone el la piel de unos y otros y sufre. Que si ve a personas mayores o vulnerables, suspende el desahucio. Que siente un peso excesivo sobre los hombros. Pero ahora está concentrada. Alejandro sale del piso y Catalina lo lleva también a la otra acera, pero más lejos, para que la propietaria y él no se acerquen demasiado.
El chico, musculado, cubre su cabeza con una capucha negra. No aclara si tiene trabajo o no (“hago alguna cosa”) mientras una chica que le acompaña y que parece su abogada intenta ganar “unos días”, convencer a Catalina de que pare el desahucio, de que no deje en la calle a una persona sin recursos. “No tiene sentido que se le eche y luego se le ofrezca un alquiler social”, reivindica. La propietaria, que anda cerca, farfulla que eso no va a pasar. “Con la gente que lo necesita de verdad, ¿le voy a ofrecer a él vivienda social? Luego nosotros somos los malos...”
Aunque interviene en favor de Alejandro, la chica no es su abogada: es una trabajadora del Servicio de Intervención en la Pérdida de la Vivienda y Ocupación (SIPHO) del Ayuntamiento de Barcelona. “Se está excediendo en su papel”, murmura un mando de los Mossos. La actuación de esos mediadores -que impulsó Ada Colau tras su llegada al poder en 2015 para prevenir desahucios de familias vulnerables negociando con la propiedad- ha provocado reproches cruzados entre el ayuntamiento y la justicia. El TSJC pidió a Colau que los funcionarios se “abstengan de actuaciones que impidan la ejecución” del desahucio. La alcaldesa advirtió de que el servicio seguiría “usando todas las herramientas para hacer frente a la emergencia habitacional”.
Una derivada más de la “guerra social” mencionada por la secretaria judicial, que ahora recibe una llamada discreta de Catalina. Le pregunta si el lanzamiento sigue adelante porque los servicios sociales, pese a que estaban avisados, no han acudido a la cita. “Es que están todos en lo de Badalona…”, dice un mosso. La noche anterior, el incendio en una nave industrial usada desde hacía 12 años como infravivienda por migrantes subsaharianos ha dejado cuatro muertos en un ejemplo de que, a veces, la vivienda no solo es un drama: es una tragedia.
La suerte está echada: Alejandro debe irse. “Mi superior dice que si la parte actora no acepta el aplazamiento [no lo acepta], seguimos adelante porque aquí no hay menores”, explica Catalina a la trabajadora del SIPHO. La funcionaria judicial añade que el consistorio “no deja a nadie en la calle” e insta a Alejandro a buscar una habitación. Él replica que tiene un perro peligroso y que no se lo aceptan, pero la funcionaria se las sabe todas: el servicio de zoonosis, del Ayuntamiento, puede hacerse cargo del animal. Tras el cordón policial se oye una voz estridente: “Somos de la Xarxa, habéis avanzado el desahucio, ¿eso es legal?” Catalina se aleja. Todo el proceso son pequeñas negociaciones a pie de calle, sobre la marcha y en mitad del ruido y la tensión. La propietaria acepta que Alejandro pase a recoger los muebles otro día, con custodia policial, pero ahora debe llevarse lo justo y marcharse.
La noticia de que Alejandro se va del barrio corre como la pólvora. Siguen los gritos y algunos jóvenes encienden bengalas y acceden a la pequeña terraza del piso, en la tercera planta: la puerta está abierta. El mosso al mando le pide que medie con “sus amigos” para que se vayan y nadie salga herido. “Si esto es justo o no lo es, ya no es cosa nuestra. Tenemos una orden judicial y hay que ejecutarla, señor Alejandro”. El chico accede, pero a la hora de la verdad sube directamente al piso a buscar sus cosas y los agentes de orden público sacan uno a uno (la técnica se conoce como “arrancar cebollas”) a los chicos, que se han sentado en el suelo y ejercen una resistencia pacífica, mínima.
Una hora después, con el camino despejado, aparece el cerrajero. María Rosa, la dueña, sigue angustiada. “¿Y si mañana vuelve a entrar este señor, ¿qué hacemos?” El cerrajero va a lo suyo. Si el desahucio tiene un sonido, es el de una taladradora. “Ahora pondré algo provisional y luego una puerta antiokupa y una alarma”, explica mientras Alejandro recoge, en tres viajes, maletas, bolsos, mantas y un enorme paquete con comida para su perro: un pitbull blanco y marrón. El piso está muy desordenado, en la terraza hay un saco de boxeo. Catalina lo examina, como siempre: abre armarios grandes y mira debajo de la cama. “No hay nadie”. Más tarde contará, entre anécdotas (a veces se encuentra gente enferma, o muertos) que ese trámite es necesario porque deben restituir la vivienda “libre de ocupantes”. Y que es el peor momento: “Cuando entro en una casa vacía, es como si me entrometiera en la vida de alguien”.
La propietaria sube al piso y cierra tras ella la puerta del edificio, justo donde Alejandro atiende ahora a los medios. Callado durante todo el proceso, ahora es locuaz ante los periodistas: “Había diez policías. No soy El Chapo para que me vengan a buscar así. Es injusto que me vea en la calle, no tengo donde ir. Tendré a mi perro también en la calle”. Catalina aguarda paciente y le llama para firmar. Ella y Nuria deben acudir a un nuevo desahucio, también con Mossos, en la calle Varsovia, pero no se hará: la presencia de un menor hace necesaria la atención de los servicios sociales.
El hedor del abandono
Jaime y Enric han seguido su ruta sin contratiempos y llegan, en solitario, al barrio del Carmel. El taxi les deja cerca del número 33 de la calle Tolrà. Saludan a los propietarios y a la procuradora. No hay policía porque se cree que el piso está vacío y es la primera vez que se intenta el desahucio. Aun así, siempre existe la angustia de lo que pueda pasar. Jaime, que tiene 57 años, es un veterano. Lleva toda una vida dando, por lo general, malas noticias. Recuerda su primera notificación: una condena a Juan José Moreno Cuenca, El Vaquilla, que de todos modos ya estaba en prisión.
Jaime luce una boina negra y lleva siempre con él una pequeña linterna. Saluda a los dueños, que le entregan las llaves del piso, y sube por las escaleras hasta la segunda planta de una vieja finca. Llama al timbre con frenesí, pica a la puerta con contundencia, vuelve al timbre. “¡Hola, comisión judicial!”, grita. Nadie responde. La procuradora abre la puerta con dificultad. Entran. “Oh, ¡qué peste!”, grita ella. Una montaña de pañales sucios tirados en el pasillo. Armarios abiertos y revueltos. Cajas de medicamentos apilados. Muslos de pollo mugrientos en la mesa del comedor, donde parecen confluir todas las estaciones del año: hay un ventilador, pero también una estufa. “La ventana, milagrosamente, la han dejado abierta”, suspira la procuradora.
Jaime, que lleva bajo el brazo la misma carpetilla y el mismo formulario que Catalina, prefiere completar los datos abajo, lejos del hedor. Allí aguardan, intranquilos, Juan, de 71 años, y Pilar, de 68. Son los propietarios y llevan tres años sin cobrar ningún tipo de alquiler. Un hombre entró a vivir con su madre (“no, no era su cuidador”, dice Juan , que prefiere no ahondar en ese asunto) y, cuando ella falleció, decidió quedarse en el piso. “Decía que no le podíamos echar”. Juan y Pilar viven en un apartamento y esa es su única propiedad. Su hijo irá a vivir a la casa.
“Se sentía mucha peste, ¿verdad?”, pregunta la mujer. Jaime contesta que la mascarilla ayuda. Cuando ella le pregunta qué deben hacer, el funcionario le recomienda que contrate a “un profesional en desinfección”. Lee en voz alta lo que anota en el acta: “En su interior hallamos muebles y enseres, que a todos los efectos se dan por abandonados. También encontramos mucha basura…” “¡Madre mía!”, suspira Pilar, que ha seguido pagando religiosamente todos los suministros, agua luz y gas. “Y sobre todo: no abran la nevera porque tendremos un problema de salud”, dice Jaime antes de regresar al taxi para encaminarse al último desahucio de la mañana.
Propietario en mayúsculas
En el número 6 de la calle Naïm, en el barrio de Sant Genís dels Agudells, esperan ya Albert, un joven cerrajero; Ana Blasco, la administradora de la finca; y el procurador. De nuevo se trata de un impago del alquiler, una modalidad que ya hace mucho tiempo superó en España al impago de la hipoteca como principal motivo de desahucio: en 2019, los juzgados de toda España ordenaron 54.006 lanzamientos, según las estadísticas del Consejo General del Poder Judicial. Siete de cada diez fueron de inquilinos.
Es la segunda vez que la comitiva judicial acude a este piso. “La primera vez no pudo hacerse porque había animales, incluso un loro”, explica Blasco. Los Mossos también van a participar porque temen que el ocupante haya realquilado el piso. “Una vecina me llamó y me dijo que había escuchado ruido de cambios de cerradura. Es posible que haya gente de manera ilegal”, vaticina Blasco. Actúa en nombre de la propietaria, que vive en el extranjero. “No somos los malos de la película, este tema se ha de ver también desde la otra parte. La mujer lleva dos años sin cobrar nada. El propietario no es siempre un propietario con letra mayúscula”.
La mujer es propietaria en realidad de toda la finca, aunque Blasco dice que el edificio “es una ruina”. En noviembre, el Gobierno catalán aprobó un decreto que pretendía suspender los desahucios de grandes tenedores al menos mientras durante la crisis sanitaria y económica provocada por el coronavirus.
La patrulla se abre paso hacia el piso. Nadie responde a la llamada y el cerrajero empieza su trabajo. Una mujer sube las escaleras cargada con dos bolsas del supermercado. Le ayuda a subirlas una mossa, pero tiene que detenerse hasta que acabe el cerrajero. Pide abrir la ventana para que le entre el aire, mira a Blasco y le pide que ponga un ascensor. Mientras, uno de los policías comprueba la identidad del ocupante, Óscar V, en una tablet. Bingo. “Mike 1 por estafa bancaria. Solo queremos saber qué cara tiene”, cuenta. Pero cuando abren, el piso está vacío, salvo por una sartén sobre el fuego y un cubo de basura lleno. Jaime, experimentado, nota que han cambiado la cerradura recientemente. “Cuando actúan así es que quieren pasarle el piso a alguien. Poned una alarma”.
De vuelta a la Ciudad Judicial
Catalina y Núria también han acabado su trabajo y llegan hasta la calle Naïm para encontrarse con Jaime y Enric. La jornada acaba cuando acaba, pero normalmente se esperan para regresar juntos en el taxi hasta la Ciudad de la Justicia. Allí están Estela, le jefa, y Frederic, otro funcionario veterano que ha desarrollado su propia filosofía sobre los desahucios. Este jueves ha sido enviado a un lanzamiento especial: con “fecha abierta”, para jugar con el factor sorpresa y evitar desórdenes. La primera vez encontraron animales peligrosos y 50 personas protestando que, para impedir el desahucio, llegaron a zarandear el taxi en el que viajaba Frederic. La cosa ha ido mejor de lo que esperaba.
Estela anima a Frederic, que lleva 30 años con desahucios (empezó en El Prat) a contar su historia, que también es singular. Es tan habitual su presencia que las plataformas por la vivienda le ponen y le han señalado en redes sociales. “Frederic, ets el nostre enemic, et volem matar”, le cantan cuando llega a un piso. Dice que le definen como un sádico, pero intenta no darle demasiada importancia. Susana Ordóñez, exmiembro de la PAH y una de las fundadoras del SIPHO -que también cuenta con 12 personas para recorrer las calles de Barcelona- le conoce: “Los turnos son rotatorios, pero Frederic siempre está, y provoca, no nos respetas”.
Ordóñez dice que la nueva secretaria judicial da “directrices” para que se ejecuten los desahucios a toda costa. “No es que los funcionarios sean malvados. Tenemos posiciones contrapuestas, sí, pero también ellos han de respetar nuestro trabajo. A veces ni siquiera quieren hablar con nosotros”. La trabajadora critica la tendencia a usar la fuerza policial y lamenta los “juicios de valor” de los funcionarios sobre el perfil de los inquilinos. “Solo nosotros podemos valorar si son vulnerables o no, ellos no tienen información”. Los funcionarios cuentan que no siempre los desahuciados son las víctimas: hablan de utilización de niños y enfermos para alargar la estancia, de propietarios ancianos, de pisos de Càritas ocupados de manera fraudulenta. Ordóñez asume que puede haber fraude y algunos caraduras, pero niega que sea la tónica general en el día a día de los desahucios.
Frederic tiene claro que su trabajo es “hacer que se cumpla la orden de un juez”, pero piensa que las más de las veces se trata de “gestionar emociones”. Las emociones, a veces, se vuelven contra los funcionarios. “Culpa, pena rabia… Todas van saliendo para que sucumbas a alguna de ellas. La culpa es un arma muy poderosa, y te puede llevar a suspender desahucios”, dice mientras Estela, medio en broma, se tapa los oídos: no quiere saber. “Somos el héroe del propietario y el demonio de la PAH. Yo creo que ni una cosa ni otra. Somos una pieza del sistema”.
De los ocho desahucios previstos en Horta-Guinardó, siete se han podido ejecutar. Todo un éxito. O un fracaso colectivo.
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