Salud, ciencia y democracia
Sin duda es mejor obedecer a la ciencia que a los dioses, pero cualquier simplificación, y toda razón dominante lo es, resulta letal para la democracia
Vamos hacia una legitimación científica de la política? ¿Sería eventualmente compatible con la democracia? La pandemia ha hecho que la ciencia ocupara un lugar privilegiado en el retablo del poder político. ¿Es el inicio de una nueva fórmula de gobernabilidad basada en la presunción de la razón científica? La modernidad ha visto el paso de la legitimación religiosa del poder a la legitimación ideológica, ¿se asoma ahora la ciencia presta a tomar el relevo? La religión, fundada en la creencia, por tanto en lo inefable, aunque sigue maniobrando por los barrios de la vida pública, ha sido puesta en su sitio por la tradición liberal. Las ideologías llevaban el sello de lo religioso puesto, especialmente en su formulación más común, el nacionalismo, construido sobre el principio sagrado de la nación. Sobre este territorio pelearon las ideologías emanadas de la revolución industrial, que configuraron las democracias occidentales en torno al eje derecha-izquierda. Casi siempre con la nación como marco insuperable de la adhesión colectiva. Las nuevas fases del capitalismo global auguran un desplazamiento de la legitimación del poder hacia la ciencia y la tecnología. ¿Podría entenderse que la gestión de la pandemia es un primer ensayo en esta dirección?
Hasta ahora la legitimación presuntamente científica se había intentado por la vía de la economía: la pretensión de que disponemos de unos modelos objetivos de desarrollo político y social, a partir de la reducción del ciudadano a sujeto económico. En el pasado se le llamó tecnocracia, ahora reviste el traje ideológico del llamado neoliberalismo. Incluso la España franquista, en los años sesenta, intentó acudir a la tecnocracia como forma de legitimación del llamado desarrollismo. Con la credibilidad del régimen desmoronándose poco a poco, se buscaba una legitimación para aguantar el tipo. Y esta no podía venir ya ni de Dios ni de la patria, argumentos demasiado gastados por el régimen, sino por el dinero. Se agarraron a un precedente, el llamado milagro alemán, convertido en milagro español. El milagro alemán, como ha explicado Michel Foucault, fue una apuesta del gobierno del canciller Konrad Adenauer para legitimar el régimen de Bonn. Viniendo de donde se venía, había pocos argumentos en el pasado próximo sobre los que fundamentar. “La historia ha dicho no al Estado alemán. Es ahora la economía la que le permitirá afirmarse”, dijo Ludwig Erhard, ministro de Economía. Y añadió: “hay que liberar la economía de las limitaciones del Estado”. Nacía el neoliberalismo, que décadas más tarde encontraría su formulación actual en el Consenso de Washington. ¿Será a la sombra de la verdad científica que se desarrollará la política en adelante? ¿O sigue estando esta idea en el ámbito de lo distópico?
Afortunadamente,la ciencia incluye a la vez la presunción de verdad y el principio de falsación contenido en su método. La sociedad siente respeto por la ciencia, especialmente cuando se trata de la salud, pero la carga de complejidad es tan grande que la autoridad de la ciencia chocará inevitablemente tanto con la lógica del poder —que por definición es posesiva y arbitraria— como con la diversidad del sistema de intereses. Lo hemos visto con la casi ingenua confesión que han hecho las autoridades sanitarias de la Generalitat: si atendiéramos a criterios científicos no habríamos iniciado la desescalada, pero no tenemos recursos para salvar del desastre a los sectores más perjudicados por el encierro.
La ciencia ha servido mientras la vida era la amenaza más urgentemente sentida por la ciudadanía, pero ante el desasosiego de la mayoría y la ruina de algunos sectores económicos sus criterios son insuficientes. La democracia vive en la contradicción. Y por eso cualquier vía superior de legitimación es letal para ella. Del saber al decidir hay un paso (en el que figuran intereses, derechos y libertades) y lo llamamos política. El profesor Ian Lipkin dejaba una señal preocupante en EL PAÍS, refiriéndose a China: “Hay ventajas y desventajas de las dictaduras, pero en salud pública claramente su política es mucho más consistente”. Y, sin embargo, no es posible una democracia sin riesgo. Porque si alguna virtud tiene la democracia es la fragilidad que la acerca a la vida. Sin duda es mejor obedecer a la ciencia que a los dioses, pero cualquier simplificación, y toda razón dominante lo es, resulta letal para la democracia. Las palabras de Lipkin me ponen en guardia: se sabe cuándo se empiezan a recortar libertades, pero no se sabe cuándo se termina. Y el algoritmo acecha.
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