La legalización de la brutalidad
Los tribunales hacen que los estados de excepción o emergencia sean legales y constitucionales al cambiar las definiciones del “proceso legal” y “reinterpretar las normas”
El esperpéntico primer debate entre los candidatos a la presidencia de Estados Unidos, que Trump llevó al fango desde el primer momento, sin que Biden fuera capaz de escapar de la encerrona, ha dado la vuelta al mundo como enésima prueba del daño que la presidencia de Donald Trump ha hecho a América. De la boca del presidente solo salen palabras propias de un Putin o un Erdogan o cualquier otro miembro del club de los déspotas del siglo XXI. Como todos estos personajes, se enfrenta a las elecciones abonando el discurso de la sospecha ante una hipotética derrota. Y ni siquiera ha querido comprometerse a aceptar el resultado electoral.
“Nunca he sido tan pesimista sobre el estado del país”, ha escrito David Brooks, editorialista en The New York Times. Y es cierto que los cuatro años de presidencia de Trump se han llevado por delante no solo el respeto a la ley y las instituciones, sino algo tan importante en democracia como los usos y maneras no escritos de ejercer el poder y las relaciones con los adversarios. Pero si esto ha ocurrido es porque los ciudadanos votaron en número suficiente a Trump como para que pudiera ser elegido. Una innegable expresión de una fractura profunda en la sociedad americana que sus antecesores no supieron atender. Y si añadimos que los liderazgos afines, en las palabras y en los modos, al de Trump brotan en todas partes, también en las presuntamente asentadas democracias europeas, es pertinente preguntarse si la democracia está en peligro.
En una entrevista que será publicada próximamente en la revista La Maleta de Portbou, Bernard Harcourt, profesor de Ciencia Política y Derecho en la Universidad de Columbia, afirma: “Sigo siendo categórico en cuanto a que no vivimos en ‘estado de excepción’ en Estados Unidos sino en 'estado de legalidad”. Por eso es imprescindible entender la forma en que la brutalidad puede ser legalizada, especialmente en un país que respeta el estado de derecho. Es esencial darse cuenta de que no vivimos en ningún tipo de excepción o de estado de emergencia, sino en un ámbito en el que los tribunales hacen que estas prácticas sean legales y constitucionales al cambiar las definiciones del “proceso legal” y “reinterpretar las normas”. Tengo la sensación que Harcourt
apunta al centro de la degradación actual de las democracias. Y que no viene de hace tres días. No olvidemos que el presidente G. W. Bush y los tribunales, en la estela del 11 de setiembre, legalizaron la tortura y limbos represivos como Guantánamo.
La cultura Trump no es una exclusiva americana. La legalización de ciertos abusos de poder con el endurecimiento de las leyes (con la ley mordaza, como ejemplo local), la restricción de libertades, la mayor impunidad para las fuerzas del orden, y un peso creciente de los tribunales sobre la actividad política, son cosas que vemos cada día en países como el nuestro, que están viviendo un proceso de judicialización de la política, que ya venía de antes pero que ha encontrado en España la coartada en el conflicto catalán, y que amenazan con la ruptura del equilibrio entre poderes. Una tendencia que nos ha llevado a la grotesca situación actual en que siempre hay alguien dispuesto a trasladar el debate político a los juzgados. Un triste espectáculo al que la derecha se ha abonado en esta pandemia.
Si es legal que un presidente de un gobierno autonómico pueda ser destituido por colgar una pancarta, para poner otro ejemplo caliente, lo que Bernard Harcourt apunta de Estados Unidos se da igualmente aquí: vivimos en “estados de legalidad” que actúan como si fueran de excepción. O, dicho de otro modo, la judicialización de la política y la politización de la justicia están abriendo enormes fisuras en la democracia. Unas vías por las que fácilmente se pueden ir colando los proyectos autoritarios al modo Trump. En Europa, hay lugares en que este ciclo ya se ha culminado, como Polonia y Hungría, y de momento de poco sirven las escasas advertencias de los responsables comunitarios. Sí, la democracia está en peligro porque las prácticas liberales (en el sentido noble de esta palabra tan profanada por la revolución neoliberal) están de capa caída. Por que las leyes se endurecen y los tribunales también. Y las altas instancias del poder judicial y los depositarios de la interpretación constitucional minimizan los derechos y desactivan con demasiada soltura la voluntad popular.
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