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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La crisis de los 40

En este 2020, las instituciones catalanas viven una terrible crisis. Queda por ver si unas elecciones en breve serán el antídoto para superarla

Paola Lo Cascio
Acto de despedida de Joan Raventós como presidente del Parlament, en 1999, con Jordi Pujol y Joan Rigol.
Acto de despedida de Joan Raventós como presidente del Parlament, en 1999, con Jordi Pujol y Joan Rigol.CARLES RIBAS

En estos días —aplazados por la crudeza de la pandemia en marzo— se están multiplicando los actos conmemorativos de los 40 años de recuperación del autogobierno catalán después de la dictadura franquista. La reivindicación de las instituciones de autogobierno fue a lo largo de la dictadura una de las características específicas y compartidas por las fuerzas antifranquistas. La democracia, en el caso de Cataluña, tenía dos significaciones claras: la derrota del franquismo y, a la vez, la recuperación del autogobierno. Se entiende de esta forma que el apoyo al estatuto de 1979 fuera tan amplio que consiguiera incluso atraer las fuerzas que tenían vinculación con la dictadura, como la UCD y AP.

El parlamento, y también la presidencia de la Generalitat —en parte gracias a la compleja y escenográfica operación del retorno de Tarradellas— gozaban en el momento de su recuperación de un prestigio incuestionable. Representaban a la vez el único vínculo con la experiencia republicana, la concreción de una larga lucha antifranquista que había supuesto un sacrificio enorme para las personas valientes que la habían protagonizada, pero también las oportunidades de mejora de la vida de la ciudadanía que abría la posibilidad de contar con instituciones propias.

Y durante muchos años —más allá de la retórica fácil en torno al llamado “oasis catalán”, una expresión que tiende a ocultar los conflictos durísimos que también y naturalmente se produjeron—, el complejo institucional del autogobierno —y especialmente la relación entre el parlamento y el gobierno— funcionó. En sus primeros años de vida fue caracterizado por el consenso de los partidos antifranquistas, con un primer ejecutivo nacionalista —en minoría— dinámico pero capaz de compartir el grueso de los grandes proyectos legislativos que tenían que fundamentar el autogobierno. El caso más evidente fue el de la Ley de Normalización Lingüística en Cataluña: no solo porque no hubo diputados que votaran en contra sino porque el gobierno aparcó una parte decisiva de sus posiciones (la doble red escolar), para asumir las propuestas de la oposición de izquierdas (la red única), al comprobar que estas concitarían un consenso mucho más amplio.

En la larga etapa de la hegemonía pujolista —desde 1984 y hasta 1995—, la vida de las instituciones catalanas fue marcada mucho más por la fuerza de la mayoría absoluta de los gobiernos nacionalistas. Ello comportó desencuentros radicales (como en el caso de las leyes de organización territorial, aprobadas con los únicos votos de CiU), pero también acuerdos más amplios en temas decisivos como la escuela y la sanidad. En la mayoría de los casos, ciertamente, los modelos aprobados respondían fundamentalmente a las propuestas del gobierno, pero el conjunto del parlamento quiso y supo participar en su definición.

Con la laminación progresiva de la mayoría nacionalista del gobierno, y, a partir de 1999, con el tema de la sucesión de Pujol sobre la mesa, empezaría a mutar el esquema: el PP entraba de facto en la mayoría de gobierno, y la oposición de izquierdas estrechaba lazos para plantear una alternativa. Sin embargo, también en esta etapa se reseñan acuerdos legislativos amplios, sin ir más lejos (aunque al final se descolgaran el PP y ERC), para la renovación de la normativa lingüística en 1998.

En los años de los gobiernos catalanistas y de izquierdas cambió la agenda, priorizándose las políticas sociales —y aquí hubo choques significativos con la oposición— y se intentó renovar el autogobierno a través de un nuevo estatuto. Sin embargo, la oposición nacionalista —el PP se apartó rápidamente—, fue un actor decisivo de esa reforma estatutaria.

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E incluso de 2010 a 2012 el complejo institucional catalán siguió funcionando. En el medio de una crisis económica sin precedentes y con el primer gobierno de Artur Mas aplicando recortes draconianos, fue ciertamente cuestionado profundamente por la ciudadanía (solo hace falta recordar las imágenes de los diputados entrando en helicóptero en el hemiciclo), pero lo que estaba pasando no era muy distinto a lo que acontecía en otros sitios del estado, de Europa y del mundo.

Empezó a griparse seriamente a partir de 2012. La situación se agravó en 2015 y tocó fondo a partir de 2017. Hay una correlación bastante consolidada entre el aumento de las prácticas simbólicas ligadas al procés (tanto del gobierno como de la mayoría independentista que lo apoya), la polarización parlamentaria —que dificulta los acuerdos—, y la depresión de la actividad legislativa y ejecutiva. El gobierno y su mayoría parlamentaria se pierden en sus pleitos internos, mientras las divisiones en el eje nacional dificultan debates y posibles consensos. Esto impacta de pleno sobre la percepción de la utilidad de las instituciones y las periclita porque pone en tela de juicio su legitimación. En este 2020, las instituciones catalanas viven una terrible crisis de los 40. Queda por ver si unas elecciones en breve serán el antídoto para superarla.

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