La solitud del lujo de paseo de Gràcia
Las grandes firmas de la avenida de Barcelona aguantan el envite del virus a la espera del regreso del turista
Repantigada en un banco de paseo de Gràcia de Barcelona, con el móvil en la mano, Giovanna se quita uno de los cascos para oír la pregunta. “¿De compras? Ya me gustaría a mí. Soy su canguro”, dice la joven, de 23 años, señalando a Kiron, un cachorro que se guarece bajo el banco del sol que castiga una de las avenidas más lujosas de Barcelona. Un local comercial en una de sus dos aceras cuesta 3.300 euros el metro cuadrado, solo por detrás del Portal de l’Àngel (3.420 euros el metro cuadrado), según el último estudio de la consultora inmobiliaria Cushma & Wakefield. Kiron y Giovanna descansan la mañana de un viernes de agosto delante de la exclusiva firma de moda italiana Fendi. Al lado, la lujosa Jimmy Choo justo levanta las persianas. Son las once y media de la mañana.
“Me ha sorprendido mucho lo del horario de apertura”, señala Josep Maria. Él también busca la paz de un banco, unos metros más abajo. “La de atrás, haciendo fotos, es mi mujer”, ríe. Ambos han ido a una visita médica, y luego ella ha entrado a algunas tiendas. “Se ha acercado a Escada, pero resulta que no abría hasta las 11”, cuenta este hombre leridano, preocupado por la situación económica. “Está muy vacío. No me podía imaginar un paseo de Gràcia así… Es una catástrofe”, opina, sobre la soledad del bulevar y las tiendas, sin nadie más en su interior que los trabajadores.
En una caminata entre las 11.17 y las 13.00, de bajada y de subida por el paseo de Gràcia, se constata que las tiendas de las marcas de lujo son un páramo. No se ve ni un cliente en Boggi Milano, Dolce & Gabanna, Celine, Dior, Chanel, Versace, Hermes, La Perla, Hugo Boss, Kenzo... “Nunca hemos vivido un agosto así”, dice desde la entrada uno de los empleados de Ermegildo Zegna, que se apresura a abrir la puerta al ver a alguien asomarse.
A medida que se desciende hacia plaza de Cataluña, proliferan las marcas más aptas para un país donde el salario más frecuente es de 17.480 euros al año. Sara, de 32 años, y su madre Clara, de 62, han recalado en Benetton. “Hemos venido expresamente para comprar tranquilas”, explican, paradas en una sombra de la avenida, habitualmente atestada de gente. Aunque, como señala Sara, en agosto siempre baja porque los locales se van de vacaciones. “Y es viernes por la mañana, de los que siguen aquí, muchos trabajan”, añade.
“Depende un poco del tipo de negocio. A los que dependemos del cliente local, nos afecta un poco menos”, explica por teléfono Luis Sans, presidente de la asociación de comerciantes de paseo de Gràcia y propietario de la histórica tienda Santa Eulàlia, sobre las consecuencias de las restricciones por el coronavirus. Sans admite que desde los brotes detectados en Cataluña, ha disminuido también ese cliente local, que se suma a la ausencia casi total de turistas rusos, norteamericanos o asiáticos, que son el “80 o el 90 por ciento” de los clientes de marcas de lujo internacionales.
Al cruzar al otro lado del bulevar, y encarar la subida, el móvil marca las 12.30. Es la acera de los bares, también muy afectados por la sequía de turistas. Mary, de 46 años, y su madre Gloria, de 76, son las dos únicas clientas que se divisan en El Nacional, el mercado gastronómico escondido en un pasaje del paseo de Gràcia. “Antes había otra pareja”, asegura Mary. De Barcelona, ella y su madre se han quedado de piedra al encontrarse la céntrica avenida casi sin un alma. Se están tomando un aperitivo antes de visitar la Casa Batlló. “Salieron entradas a 90 céntimos, y aprovechamos”, cuenta.
De camino a la avenida de Diagonal, se pasa por delante del lujoso hotel Mandarin, que está cerrado. Una mujer se acerca a la puerta del no menos lujoso Majestic, pero tampoco está abierto. En el número 106 del paseo aparece el único local en alquiler que se ve en la calle. Y de todas las tiendas, solo Furla indica que ha cerrado en agosto por el virus. “Paseo de Gràcia no está dejando los locales, hay músculo financiero. Es posible que se incremente un poco la rotación, pero las aperturas programadas se han abierto. La desertización temida no llegará al comercio de Gràcia”, sostiene Sans. Y lo dice muy convencido: “Cuando vuelva el turismo se volverá a ocupar”.
“Lo bueno es que ahora tampoco hay carteristas”
Con el sol cayendo a plomo, Dani sigue poniéndose a pedir dinero delante de un BBVA del paseo de Gràcia. No pasa casi nadie por su lado, y quien lo hace, parece demasiado atareado para fijarse en él. “Se está tranquilo, prefiero no cambiar de sitio”, explica el hombre, sentado en suelo, con la silla de ruedas a sus espaldas. A punto de cumplir los 45 años en septiembre, Dani cuenta que lleva desde el año 2000 pidiendo en la lujosa avenida de Barcelona. “No hay turistas”, evidencia, “pero lo bueno es que ahora tampoco hay carteristas”. El paseo vacío deja sus entrañas al descubierto. No muy lejos de Dani, un joven dormita en el suelo, con un cartel donde se puede leer I’m hungry [tengo hambre]. A unos metros de él, un hombre escarba en un contenedor de obra, lleno de escombros. Intenta usar el hierro de unas cajas metálicas que alguien ha tirado. En un paseo de una hora y media, se ve también a dos personas buscando en las basuras del lugar de compras más lujoso de Barcelona.
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