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“Sinceramente, los muertos me dan igual”

Decenas de jóvenes se saltan en la playa de Barcelona la prohibición de hacer botellón y alegan desconocimiento o falta de alternativas

Carlos Garfella Palmer
Jóvenes de botellón en la playa de la Barceloneta, el viernes por la noche.
Jóvenes de botellón en la playa de la Barceloneta, el viernes por la noche.JUAN BARBOSA

Ver a un guardia urbano patrullar la playa de Barcelona un viernes por la noche es como ver a Moisés separando las aguas del mar Rojo. A cada zancada de los agentes en la arena, decenas de jóvenes cargados con cervezas abren el paso como aguas egipcias ante el profeta. Da igual que el Govern aprobara el pasado martes la prohibición total de botellones como medida para frenar la transmisión de coronavirus entre los jóvenes. En la Barceloneta, al igual que en la leyenda bíblica, en la noche de este domingo los chavales no tardaron ni cinco minutos en volver a invadir el arenal en cuanto la policía se dio la vuelta.

Los argumentos de los que se saltaron la norma en el primer fin de semana de prohibición discurrían entre la ignorancia (“primera noticia; no tenía ni idea”) a la rebeldía (“si no hay discotecas, ¿dónde bebemos?”). Con todo, el número que se concentró para beber en la playa de la Barceloneta fue menor al que se acostumbra a ver en un fin de semana normal, coincidieron los más asiduos.

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Andrea, mexicana afincada en la capital catalana desde hace casi una década, lo hizo sin atisbo de culpa. “A mí, sinceramente, los muertos me dan igual”, soltó la joven frente a las caras estupefactas de sus colegas. Eran las 1.45 de la madrugada y el alcohol ya hacía mella.

La joven, diseñadora gráfica y a la que acompañaban siete amigos con edades de entre 25 y 40 años, argumentaba que “después de tantos meses encerrados” la responsabilidad no podía volver a recaer sobre ellos. “Que lo asuman los políticos”, insistía. Entre las más de 44.000 vidas que, según los cálculos de EL PAÍS, ha segado la pandemia en España, la joven reconoció que no hay la de ningún familiar suyo. “Ley de vida. Sé que es duro lo que digo. Pero es lo que pienso”. Este julio, 107 personas han muerto por la covid-19 en Cataluña.

Carlos, amigo de Andrea, trató de enmendar la escasa empatía de su compañera con otros argumentos. “No pueden evitar que bebamos. Si no hiciéramos el botellón aquí lo haríamos en un salón pequeño. ¿Qué es más peligroso?”. Parar las juergas unas semanas siguiendo las recomendaciones sanitarias del Govern no entran en sus planes. “Somos jóvenes, queremos socializar, tenemos ganas de pasarlo bien…”, dice.

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El director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, Fernando Simón, alertó el pasado jueves del aumento de jóvenes ingresados en la UCI. Pero Carlos está tranquilo porque, al no tener familiares en Barcelona, no le preocupa poder contagiarlos. “Yo no miro las noticias, yo no me entero”, se justifica otra amiga.

En la madrugada del martes, la primera con el botellón prohibido en toda Cataluña, la Guardia Urbana y los Mossos d’Esquadra multaron a 48 personas por beber en las calles de Barcelona. La ordenanza municipal prevé multas de entre 100 y 600 euros, mientras que las sanciones aprobadas por la Generalitat oscilan entre los 3.000 y 15.000 euros.

Pero ni el aumento de las cuantías, ni que sea precisamente la franja de edad de 15 a 29 años la que ha experimentado el mayor incremento de contagios este mes, frenó que Manuela, Alexandra y Rafa recorrieran la hora que separa Vic y Barcelona con una botella de ron en el maletero. “Hemos venido a Barcelona de juerga y nos hemos encontrado que está algo muerta”, lamentaron los jóvenes.

Alexandra entiende las sanciones porque “lo primordial es la salud”, pero también opina que no pueden dejarles “sin nada”. “Si nos cierran las discotecas, ¿dónde quieren que bebamos?”, se pregunta. Entre las decenas de corrillos que la noche del viernes se formaron a lo largo de los 1.100 metros del arenal, se escuchaba mucho francés, alemán e inglés. Frente a la discoteca Shoko, cerrada, un grupo de alemanes se montó su propia fiesta fumando canutos y pasándose las botellas de mano en mano. “¡Viva Barcelonavirus!”, gritaba uno, claramente ebrio.

En su primer viaje a la capital catalana, este grupo de Frankfurt se encontró con una Barcelona extraña, en la que a los lateros les costaba vender sus cervezas antes de que se calentaran. “Poca gente, poca venta”, resumió uno de ellos en una madrugada en la que el mercurio rebasó los 25 grados.

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Sobre la firma

Carlos Garfella Palmer
Es redactor de la delegación de Barcelona desde 2016. Cubre temas ambientales, con un especial interés en el Mediterráneo y los Pirineos. Es graduado en Derecho por la Universidad de las Islas Baleares, Máster en Periodismo de EL PAÍS y actualmente cursa la carrera de Filosofía por la UNED. Ha colaborado para otros medios como IB3 y Ctxt.

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